Mi infancia transcurrió en los fogones, entre pucheros, ollas, sartenes y cacerolas, y otros utensilios de cocina, a los que mi abuela se afanaba con incansable empeño.
Cualquier motivo era suficiente para degustar los manjares que ella había preparado. Que la niña aprobaba los exámenes, pues lo celebrábamos con una comida, que el chaval sacaba el carné de conducir, pues también nos reuníamos a comer; por no hablar de cumpleaños, aniversarios, fiestas y demás.
Pero lo bueno de compartir la comida era que todos participábamos de interesantes charlas, que a veces, se convertían en auténticos debates. Así, desde pequeña, me fui familiarizando con las tertulias que se organizaban después de comer, que en honor a la verdad, era el momento más interesante, pues allí me enteraba de los últimos cotilleos y rumores que circulaban por el pueblo.
Si bien lo más interesante de la cocina de mi abuela eran las recetas magistrales que ejecutaba con destreza.
Sólo bastaba que le hablaran de la pérdida del amor de fulanita, o del poco interés que le suscitaba a menganita su marido, para que la abuela marchara a la cocina, y tras un tiempo que no sabría estimar, volvía con un recipiente en el que había preparado uno de sus remedios. O bien, aquella ocasión en que mi primo Luisito, que se había marchado a la ciudad para preparar las oposiciones a notario, de eso hacía ya más de cinco años, llamara desesperado porque su padre, había amenazado con no enviarle más dinero. Para esta ocasión la abuela le envió un potaje de gamo y zanahorias, y días más tarde supimos, por carta, que mi primo había obtenido la plaza y que el presidente del tribunal le daba las gracias a la abuela por tan exquisito guiso.
Había días en los que la cocina se convertía en un auténtico consultorio, donde los vecinos buscaban remedio en las recetas de la abuela. Las parturientas iban a buscar su caldo de gallina con pimienta negra para recuperar fuerzas, los labradores, venían a por sus guisos de pollo con estragón, para evitar lesiones, pero si éstas no se podían evitar se llevaban los emplastos que preparaba con aceite de oliva y romero. Para recobrar la alegría, recetaba un buen tazón de chocolate con cardamomo y canela.
Pero mi abuela restaba importancia a todos estos prodigios.
-Todos los males son causa de la debilidad, y no hay nada mejor para restaurar la salud que un buen plato de comida – solía decir.
De figura menuda, apenas llegaba al metro veinte, pero con un fuerte carácter, gobernaba la casa desde los hornillos con mano férrea, y si te dejaba compartir sus idas y venidas por el habitáculo, que había convertido en su castillo, podías sentirte privilegiada.
Para mí todo aquello era muy normal y a mi corta edad nunca pensé que allí se fraguara nada extraordinario, hasta que un día al volver del colegio, sorprendí a mi abuela con el cura del pueblo cuando éste le decía:
-Eso que haces no está bien, Cándida, y si se enterasen en la capital, tendrías problemas.
A lo que mi abuela respondió:
-Y ¿por quién se van enterar? Porque usted no va a decir nada, ¿verdad? O también yo podrían contarles lo bien que le viene las torrijas que le envío por Semana Santa, y que gracias a ellas los feligreses le llenan el cepillo.
Entonces, don Anselmo, que así se llamaba el cura, salió de la cocina como alma que lleva el diablo, y nunca más volvió a tratar el asunto.
Después del incidente, tomé conciencia de lo que hacía mi abuela, y empecé a imaginar que era un hada, y que con su varita mágica podía realizar hechizos. Por lo menos, eso era lo que yo les contaba a mis amigas, obviando que la varita de la abuela era un cucharón de madera, desgastado por el uso.
Yo fui creciendo, y la abuela envejeciendo, pero ni un momento dejó de asistir a quien solicitó su ayuda.
Hasta que un día marché a la ciudad, para continuar mis estudios. Allí vinieron mis primeros fracasos sentimentales, mis primeras decepciones, pero también mis primeros triunfos, y estoy segura que detrás de cada uno de ellos estuvo la abuela. Porque, ni un solo día me faltó una de sus comidas, me las enviaba con el conductor del único autobús que hacía el trayecto hasta el pueblo, y que yo esperaba ansiosa.
Cuando regresaba a casa, veía como mi abuela se iba encorvando, pero mantenía el mismo carácter de siempre.
-¿Comes bien? –me preguntaba.
-Si, abuela, me como todo lo que envías –le contestaba yo.
-Parece que has adelgazado –replicaba ella.
Pero, cómo explicarle, que precisamente yo no quería engordar. Así es que le dejaba que me preparase diferentes menús, que luego yo compartiría con mis compañeras de piso.
Un día, como otro cualquiera, recibí una llamada comunicándome el fallecimiento de la abuela. Por lo visto, mientras atendía a unas vecinas en la cocina, comenzó a sentirse mal, y cuando llegó el médico, éste solo pudo certificar su muerte.
Había vivido 110 años, y en una vida tan longeva se acumulan muchos recuerdos, que yo tuve, muy a mi pesar, que ordenar.
Fue entonces cuando descubrí sus cuadernillos a los que llamó “Remedios para espíritus afligidos”. En ellos se detallaba con precisión toda clase de prescripciones, sus ingredientes, tiempos de cocción, épocas del año propicias para su elaboración, y las cualidades de su aplicación.
Los cuadernillos permanecieron durante mucho tiempo en un cajón, hasta que un día una de mis amigas, demandó mi ayuda, busqué la receta más apropiada a la circunstancia que le apenaba y la puse en práctica, con resultados óptimos.
A esta consulta le siguieron otras muchas, y desde entonces mi casa se ha convertido en un consultorio, al igual que la de mi abuela, y al igual que ella practico la “magia en la cocina”.
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