La calle principal lucía su vestido de domingo en primavera. El clima fresco invitaba a la tertulia y al paseo bajo un sol que aún no terminaba de desperezarse y apenas ofrecía una tibia caricia de luz. Tres niños correteaban por la plaza persiguiendo a un cachorro, saltando entre las personas y abriéndose paso a gritos entre los transeúntes.
El café de Marco me ofrecía una excelente vista del lugar y de esta imagen casi perfecta, hermosa y ajustada con exactitud dentro del cliché de los domingos pueblerinos. Yo, capuchino en mano, trataba de sacarle provecho garabateando un cuento. Había desarrollado un par de párrafos describiendo el paisaje, pero aún no lograba hilvanar una historia convincente. Parecía como si mi inspiración aún permaneciera enrollada en el edredón de lana que me abrigó durante la noche, sin la más mínima intención de parir un cuento. Inventé personajes, motivos, problemas y desenlaces, pero sin excepción alguna terminaron exilados de mi mente y deportados al basurero.
Ya me había resignado a la sequía de mi pluma cuando, caminando a paso lento por la calle principal, emergió la figura del Vendedor de Cachivaches. Un viejo barbudo y mal vestido que llevaba consigo una mula cargada de todo un arsenal de peroles y antigüedades. Su presencia terminó de completar la imagen colorida y cinematográfica del lugar. Irradiaba alegría mientras mostraba su dentadura maltrecha en una sonrisa sincera, repartiendo afecto a quién se le acercaba… un pellizquito a los niños, un espaldarazo a los jovencitos y una reverencia a las damas. Era evidente que este pueblo le quería y le sentía parte de ellos, como una especie de patrimonio del lugar.
La figura del singular anciano trajo de vuelta la inspiración perdida. ¿Porqué no escribir sobre este maravilloso personaje? Mi pluma inició la historia del mercader de los milagros, que guardaba bendiciones en sus alforjas y las repartía de pueblo en pueblo, llenando de vida la existencia de quienes le conocían. Le inventé un traje remendado, una flor en la solapa y hasta una tarima desde donde promocionar su mercancía.
-Señora, usted que camina tan deprisa. ¡Tenga cuidado! Tanto apuro puede afectar su respiración. Permítame ofrecerle esta crema de menta, ideal para pulmones congestionados. ¡Sólo le costará dos monedas de cobre!
- Caballero, disculpe Usted a este viejo entrometido, pero le veo discutir con su bella mujer desde hace rato. Cuídela, mire que algún día esta mujer podría ser la madre de sus hijos. ¡Ofrezca la tregua, cómprele un obsequio! Para Usted vendo zapatos de bebé, sin Usar. Mire que hermosos son, ¡y sólo valen tres centavos!
La gente le compraba por cariño, por hacer un favor. Nunca pensó esa Señora que la crema le ayudaría a salvar a su Madre en un ataque de asma, jamás pensó la pareja que un bebé reviviría el amor en su débil matrimonio…
El mágico Cachivachero recorrió mis líneas repartiendo su maravillosa mercancía y llenando de felicidad cada pueblo que visitaba. Mi pluma tejió el cuento en una sola sentada y cayó exhausta sobre la mesa cuando culminé el último párrafo. Releí el cuento con emoción y sentí esa cálida satisfacción que da una obra culminada. Sólo faltaba pulir un poco más la descripción del personaje para sentirme completamente satisfecho.
Volví al mundo real y observé con detenimiento al viejo que seguía en la plaza, convenciendo a un caballero para que comprara unos pañuelos. Intenté robarle algunos gestos para colocárselo al mercader de mi cuento. Intentaba aprenderme su sonrisa para plasmarla en mis líneas. Justo entonces su mirada topó conmigo y
se acercó sonriente hasta mi mesa.
-Jovencito. Un observador necesita tener la vista clara para que ningún detalle se escape- Dijo mientras sacaba de su alforja unos viejos lentes de aumento. –Serán suyos por sólo tres pesos.
Sonreí, saqué un billete de cien pesos y envolví en servilletas la mitad de mi sándwich. Más que los lentes pagaba mi historia.
Se marchó silbando calle abajo. Yo continué saboreando mí obra y mí café. Al devolver la taza a la mesa tropecé con los lentes desgastados. Los tomé e instintivamente me los coloque.
Miré hacia la calle. Justo al lado de las palmas estabas tú. Descubrí tus ojos de trigo tostado, tu cabello delgado acariciando el aire y me adherí a esa hermosa sonrisa que me alejó para siempre de mi solitaria existencia.
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