Tuve que pujar hasta que las imágenes resonaron estrepitosamente alrededor de mi vacío espacial. Sus formas comenzaron a desprenderse de los colores y esos chasquidos finales como un orgasmo casual de vacíos amenazando con rebalsar el último vaso que tomé mientras miraba de reojo el valor perdido de la carne. Cegué voluntariamente mi egoísmo y sané a medias la sordera que dejó aquella canción que se trasladaba junto al aire que alguna vez rosó mi pelo en un verano caduco. Luego dije cosas sin sentido y me preocupé falsamente del estado etílico ajeno y cotidiano; todo lo demás era un mareo dulce y controlable, un mareo que bajaba a las profundidades de mis labios y ascendía a la retórica atascada de mi lengua exonerada por mi boca moralista. En qué habría de terminar tanta falacia, si ella ni siquiera se siente las piernas pisando la realidad. A las siete de la mañana me levanto para parir una noche más.