Roberto sube al ático y abre un baúl. El baúl de sus recuerdos. Lo primero que encuentra en su interior es un zapato de mujer, viejo, roñoso, es lo único que quedó del incendio.
Aún recuerda el sonido de la campana que tocaba su madre para avisarle que era hora de almorzar. Dejaba de lado a sus amigos y su pelota para seguir los taconazos de su madre que avanzaban por el pasillo.
Más tarde mientras su madre duerme siesta, tomaría sus zapatos para dirigirse a la cocina a barrer y disfrutar de la sensación que le producía imitarla, sabiendo que al día siguiente debía volver a jugar con su pelota y actuar como si todo estuviera bien.
Un día en la mañana, después de jugar, llegó a su casa con su pelota en la mano. Su mamá, luego de tocar la campana, lo mira. Mira sus manos y sus uñas, pintadas de un color rosa fuerte. Era de ella, él se lo había robado. No lo entiende. Toma la pelota y la lanza hacia la ventana, quebrando el vidrio de colores. Él saldría corriendo, sin mirar atrás.
Al volver encuentra carros de bomberos por todos lados, y su casa, toda mojada y humeante. En el suelo, un zapato que se guardaría para él. Caminó para alejarse del lugar, se escondió tras un árbol para observar la escena. Junto a su pie encuentra su pelota. Como nueva, de un color amarillo claro, la toma con sus dos manos, la aprieta fuerte y se echa a llorar.
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