Me gusta correr tras las palabras. Cuando no las tengo, siento que algo aniquila mi alma. Al oírlas y verlas, las arrullo con todos mis sentidos hasta agruparlas, una a una, con el bisturí de mi ser. Ellas tienen vida propia y sólo esperan a un director de orquesta para crear movimientos vibrantes.
Pueden ser sensuales como la caricia de un hombre sabio que busca en lo más intimo de su amada para despertar en ella el fuego sagrado y degustarlo después como al buen vino. Apasionadas, penetran en los rincones menos explorados del cuerpo hasta anular la inteligencia y la voluntad. Fantásticas, llegan a formar imágenes hechizantes en la consciencia anticipando lo que se sueña, hasta plasmar la sensibilidad de quien las acaricia. Geniales, para que los artistas y los creadores inspirados en la esencia que ellas guardan, cristalicen su obra de arte con sabiduría. Así, son las palabras: siempre en movimiento, tomando cuerpo en el tiempo y en el espacio para que los humanos puedan relatar, de forma alegórica, los principios que rigen la existencia de las cosas.
Cuando escribo, observo que las palabras juegan cual si fuera una partida de ajedrez: se colocan unas frente a las otras como fichas negras y blancas que están a la ofensiva y a la defensiva. Se miden, establecen su mejor estrategia, se planifican, se organizan, crean expectativas, se desplazan y buscan la mejor dimensión, hasta moldear el carácter de lo que quieren trasmitir. Una vez logrado el proceso de creatividad, ingenio e imaginación y ya completamente seguras de que han “capturado” al lector, sonríen desde el fondo de su alma, se miran orgullosas y proclaman, al unísono: ¡Jaque Mate!
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