Hace mucho tiempo, en la lejana Edad Media, en los tiempos de la quema de brujas, la hermosa diosa pagana Makosh estaba preocupada al ver como sus fieles se unían a la religión del hebreo. Mucho tiempo había observado pasiva como los monjes católicos le arrebataban a grandes bocanadas su tierra. Ahora estaba prácticamente sola, y desaparecía, como la nieve cuando llega la primavera. Y sentada a la sombra helada de un bosque, un ángel del Señor se le apareció, quien con cara bondadosa le hizo una propuesta.
-Observo en vuestro rostro, oh, grande y menguada ninfa, como os han abatido los nuevos aires que respiran los antiguos paganos. Pero os ayudaré a recobrar lo perdido, si me libráis de mi angélica condición.
Makosh sonrió amablemente, y sin sospechar le arrebató los dones angelicales y los absorbió para sí misma. Y donde antes había estado un amable y gallardo querubín, ahora quedaban el despojo de un mortal con más poder que ninguno otro, y con una ambición que sólo Satanás podría eclipsar. La trampa estaba lograda. Makosh siguió menguando, más nunca murió, por el don mezquinamente obsequiado.
Jamás los aldeanos se dieron cuenta de aquella situación. Y pasado menos de un mes, las cosechas se arruinaron, el ganado fallecía en cortos suspiros, la enfermedad azotaba cada puerta del poblado, y un aire de pesar se agitaba en toda la región. Los aldeanos, azuzados por el cura local, culparon a la existencia de una bruja en el pueblo, entre aquellos fieles adoradores de Dios. Sin saber dónde buscar con precisa seguridad, comenzaron la quema de mujeres más grande posiblemente concebida. Los rostros fanatizados brillaban por el fuego en el ocaso. Hicieron arder a todas las mujeres que no fueran niñas, excepto a una. La sometieron a juicio. Y ella rió.
Su carcajada demoníaca hizo temblar a los árboles cargados de nieve, congeló las chimeneas de las casas, y rompió el hechizo en los corazones de los hombres del pueblo. Ella dijo: “Estúpidos, zonzos, y volátiles campesinos. Embelecé su mirada con malditos parpadeos, eclipsé su juicio con hechizos y mágicas tretas. Pero ya es tarde para cualquier intento de redención, mas aún porque ahora en mi vientre traigo el hijo de Satán”. Antes de finalizar su coloquio, el señor del feudo, un hombre de apariencia angelical, pero que no llevaba otra cosa que ambición en el corazón, entro en el juzgado con varios hombres de apariencia aristocrática. Él la tomo de la mano, y se la llevó a su castillo. Dios sabe que tratos ese hombre habrá tenido con el Demonio. Era pues, el señor del feudo, el mismo ángel que hace algún tiempo había hecho un trato con la Diosa Makosh. No se sabe si talvez una doncella en las brazas ardiendo habrase implorado a la Diosa, pero sabido es para el narrador y para algunos afortunados, que en aquellos días un viajero de finos rasgos, pero de fiera actitud, se asentó en el pueblo. Aquel viajero era la mismísima Makosh, sin embargo ningún campesino siquiera lo sospechaba. Seguramente ni siquiera la recordaban.
Cierto es que en un día de sol tapado por nubes grises, el viajero se decidió a entrar al castillo para dar muerte a la bruja. Jamás volvió. Pero el acto fuera de sí del extraño revivió la valentía que había quedado rezagada dentro de los corazones de los campesinos, que organizaron un levantamiento para esa misma noche. Las antorchas brillaron, las hoces y herramientas gritaron a la luz de la despejada luna. Marcharon hasta el castillo, acribillaron cuanto oscuro sirviente intentara ponérsele en su camino. En el salón hallaron los cuerpos sin vida del viajero y del señor del castillo. Subieron por la larga escalera hasta la habitación del Señor, y encontraron ahí la cosa más horrible que mente cristiana puede imaginar siquiera. Del vientre de la bruja, vieron una criatura reptílea y demoníaca que devoraba las carnes de su madre. Por artes malignas ella aún seguía con vida. Varios murieron intentando matar a la bestia. Pero terminada la tarea santa, tomaron a la malvada y la amarraron al catre señorial. En su resistencia, bañada en sangre y llanto, exclamó “Vosotros, ¡vosotros que clamáis muerte!, ¡arderéis! ¡Moriréis! ¡En el año 3350 después de Akenatón! Muerte decís, muerte decís. Muerte decís, piedad decís…” Las lágrimas rodaban por su piel, y para siempre muda se quedó.
Los aldeanos entonces quemaron el castillo. Y no fue hasta que la última ruina calcinada del castillo tocó el suelo, la nube de fatalidad abandonó la fértil región. Y con el tiempo los campos se recuperaron y los animales medraron. Y las niñas sobrevivientes repoblaron con el tiempo el enviudado pueblo. Y así la historia se perdió entre los sutiles renglones de los años, y sólo se revive entre el suave olor de la cerveza o el legendario calor de la fogata a la luz de la luna. Makosh nos sigue observando.
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