Hay en los alrededores de Puno una elevación en la cual se erige una cruz que, gracias a una línea de baja tensión derivada rudimentariamente de otra de alta tensión, brilla por las noches y es visible desde la Plaza de Armas, y que quienes como nosotros buscan a Dios ven como ven los navegantes la luz de los faros en medio de las tempestades.
Tal vez una peregrinación hacia ella sea muy poca cosa para quienes quieren acercarse a Dios, pero el ejercicio y no decir la vista que desde allí se tiene del lago Titicaca, que dicho sea de paso es obra del susodicho Dios, limpian de todos modos un poco el cuerpo y el alma.
Lo malo es que nos advierten que el camino suele estar plagado de asaltantes, y que hay que recorrerlo de día y preferiblemente acompañado. Las circunstancias han hecho que estemos solos aquí, y por eso la única recomendación que podemos tomar en cuenta es la de ir temprano, lo que lograremos fácilmente si mañana nos levantamos con los gallos.
Lo cual hacemos, emprendiendo el camino a la hora en que el frío de la puna abraza como un amigo de toda la vida. La vista de la cruz que marca el final de nuestro viaje nos anima a continuar subiendo las escaleras, que en diversas pendientes y ángulos los pobladores han construido, no para facilitar la subida a los turistas penitentes como nosotros, sino para la actividad cotidianísima de subir a sus casas. Y nos parece que soportar estas condiciones tan precarias de vida requiere de la mucha fe que tienen por aquí los hombres, y que muestran más alegremente cuando tocan y bailan en honor de su Mamacha Candelaria.
La misma fe que nos falta a nosotros para continuar subiendo, porque desde el lugar a donde hemos llegado después de haber subido tanto ya no se ve la cruz, y nos sentimos como se sentirían los navegantes del barco que mencionábamos al principio, si de pronto se apagara el faro y ya no pudieran ver hacia dónde dirigirse. Y tal vez como los mismos navegantes harían, dirigiéndose hacia donde habían visto la luz, nosotros seguimos subiendo escaleras hacia donde habíamos visto la cruz; que por otra parte no tiene nada de raro, puesto que todos sabemos que el camino hacia la salvación requiere que nos elevemos, y que la fe es recorrer un camino cubierto de tinieblas, en busca de la luz.
Y de pronto, después de muchos peldaños y descansos, llegamos a una planicie en la cual contemplamos la cruz y desde la cual contemplamos el lago, obras del hombre y de Dios respectivamente, y a cuál más afortunada. Y debemos añadir que para nada es metafórica la impresión que tenemos de estar cerca, sino de Dios, cuando menos del cielo, que es su solar y morada habitual, al punto que nos parece que si nos empinamos, vamos a golpearnos la cabeza contra él. En previsión de tal eventualidad, es que Dios ha tapizado el cielo con nubes blandas.
Los pensamientos, las promesas, las diversas emociones que sentimos al llegar a la cima, pertenecen al ámbito privado, así que este cuento se acaba aquí. En cuanto a la moraleja, tiene definitivamente una, pero nos parece una muestra de humildad no mencionarla.
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