Sobre el garabato sucio, imposible de la rutina, una mujer trazó un círculo azul. Sobre la rutina gris de los iguales años (despertar, trabajar, volver, recordar, dormir, soñar) trazó un gesto hecho de palabras.
El gesto cruzó el tiempo, cruzó el espacio y esperó.
Del otro lado del tiempo un hombre, perdidas las esperanzas, lo encontró: era un as. Le puso alas y lo dejó volar.
El gesto era en sí mismo una historia sorprendente cuyo final estaba escrito en la primera línea del primer gesto del primer encuentro, o era el mismo final único y predecible de una historia circular, o era todos los finales, el infinito abierto de las posibilidades.
Porque ¿quién puede ponerle final a un gesto?
El gesto desatado de la caricia, el gesto indiscutible de los labios apretados, el gesto de la mano que busca a la otra en la oscuridad.