En la selva se fraguaba un plan para eliminar de sus dominios al rey de la selva: se estaba harto de sus abusos, sus desmanes; de su tiranía por siglos. Se exigía una muerte segura; sin violencia y que no despertara sospecha. Se eligieron varios candidatos. Se pensó en el lobo, la hiena, la liebre y la tortuga. Quién aceptara la misión, tendría garantizado total privacidad, excelente remuneración, y no se mancharía su nombre. En caso de filtrarse el rumor, tendría visa para el extranjero, con nombre y número de identificación falso. Era un favor a la patria.
Las propuestas se hicieron a domicilio y de manera personal. Ni del correo ni las palomas se fiaban.
En entrevista con el lobo, dio un rotundo no. Argumentó que aún no había podido superar el trauma de haberse comido, la abuela de caperucita roja.
La hiena, mostró desconfianza, no podía imaginarse un mundo sin la compañía de su enemigo natural en el poder, pero callaría.
A la liebre, fue imposible escucharle una respuesta coherente. Todavía se encontraba exhausta de la carrera sostenida con la tortuga.
La tortuga, por su parte, se mostró positiva. Afirmó no tener compromisos con nadie y era buena la paga. Sólo pidió paciencia por un tiempo más, paciencia que sólo ella conocía, con su veneno, el tirano caería en menos que canta un gallo
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