Sumida en las temperaturas y aromas cordilleranas que podía apreciar a través de las elucubraciones hiperprecisas y desmesuradas descritas por Juan Emar en “Maldito gato”, tuve un repentino sobresalto al llegar al episodio en donde describe su encuentro con el gato. Súbitamente me vi inmersa en el pasado, —como me sucede a menudo durante la lectura de los escritos de Juan Emar— el recuerdo de otro encuentro con gatos se superpuso y tuve que interrumpir la lectura. El eco de aquel suceso no me abandonaba, como si la memoria de ese hecho, encapsulada hasta entonces, hubiese empezado a dejar escapar, a través de la fisura producida por la lectura, todas las impresiones que me habían invadido en aquella oportunidad.
Era el verano de 1973, y partimos, un grupo de unos 60 estudiantes de la UTE (Universidad Técnica del Estado) y de la EAO (Escuela de Artes y Oficios), todos llenos de una energía generosa y solidaria, a la fundición de cobre 'Caletones' a realizar los 'trabajos voluntarios' de ayuda a la producción.
Nuestra primera jornada estaba destinado a visitar el lugar, y los encargados de nuestra estadía nos condujeron en un recorrido por las edificaciones en donde se efectuaban los distintas fases de purificación del mineral y en cada una de ellas se detenían a explicarnos cada proceso en detalle. Para finalizar, nos llevaron a visitar el 'barrio de los gringos', pequeño gueto para ricos donde habían vivido aislados del resto del país los ejecutivos y dirigentes que llegaban directamente de Estados Unidos. A pesar de la partida precipitada de todos ellos luego de la nacionalización de las minas chilenas de cobre, las lindas casitas rodeadas de jardines a lo largo de sinuosos senderos contrastaban con la aridez que reinaba en ese lugar seco y mineral. Al día siguiente comenzaría una semana entera de clases de seguridad industrial, indispensables para desempeñarse en un lugar como ese.
Al finalizar nuestro primer día de clases y luego de haber tomado una ducha refrescante, decidimos ir a recorrer el barrio de los gringos, del que sólo nos habían mostrado las primeras casas. La curiosidad nos llevaba a tratar de recorrer ese pequeño paraíso deshabitado, para poder hacernos una idea de como vivían esos extranjeros sin contacto con el resto de los chilenos. A nuestro regreso, encontramos un gran alboroto, todo el mundo nos buscaba, tendríamos que haber prevenido antes de salir del perímetro de seguridad... Cuando supieron de donde veníamos, los encargados de nuestra estadía palidecieron y nos preguntaron si no habíamos cruzado alguna jauría de perros abandonados, que ya habían atacado y matado a más de algún incauto que se había aventurado por aquellos parajes. Eso bastó para que nunca más se nos ocurriera ir a visitar ese maldito lugar.
Dentro del recinto había una casa imponente con escalinatas entre dos anchos pilares; sobre los peldaños se sentaban a pelar y preparar las verduras las personas que ahí trabajaban. Ese lugar nos intrigaba, porque sabíamos por un pequeño grupo de estudiantes voluntarios que comían ahí por no tener cupo en nuestro comedor —una gran pieza con largas mesas y con comida casera—, que se trataba de una especie de restaurante, con mesas pequeñas y gran variedad de servicio, y cuando pasábamos delante de él, lanzábamos miradas furtivas para tratar de descubrir algunos de sus secretos, seguramente ahí habían comido esos enigmáticos ejecutivos gringos.
En general, nos desplazábamos en grupos y siempre conversando, riéndonos, a veces cantando, sin prestar mayor atención a lo que nos rodeaba. Ese día debo haberme demorado en la ducha más de la cuenta y tuve que ir sola hacia algún lugar de encuentro con los demás. Caminaba, sumida en mis pensamientos, y tomé el camino que pasaba delante de esa casa-restaurante. Las escalinatas estaban vacías, era la hora de descanso y no se escuchaba ningún ruido. De pronto, noté que un gato rojizo me miraba fijamente desde lo alto de un pilar, su cabeza se movía imperceptiblemente a medida que yo avanzaba. Desprendí la vista de su mirada sin darle mayor importancia, y casi inmediatamente me encontré con la mirada fija de un gato negro ubicado sobre una piedra al lado del pilar. En ese momento me di cuenta de que había además otros gatos, y comencé a verlos dispersos por todo el lugar, todos me miraban inmóviles y eso me sorprendió tanto que no atiné a hacer otra cosa que volver la cabeza para dejar de verlos. Entonces descubrí a los gatos que se encontraban alrededor del gran árbol situado frente a la casa, al otro lado del sendero. Estaba rodeada de gatos y esas miradas me helaban la sangre.
Hasta ese momento yo había sido un ser humano más que camina completamente inconsciente de las fuerzas y energías que lo rodean, sumido en la burbuja de pensamientos que lo aísla del mundo. Hasta ese momento, porque desde que tomé consciencia de todas esas miradas que confluían en un solo punto, que era yo, me di cuenta de que ya no podía seguir caminando como antes, no podía llegar y olvidar a los gatos y partir como si nada. Esas miradas fijas e implacables, sí, así lo sentí, eran miradas frías, enemigas, seguían mi movimiento como un solo gato gigantesco seguiría los movimientos de un gorrión despreocupado, y ese gorrión, en ese preciso instante, era yo.
Tuve un momento de pánico, un ínfimo momento de pánico, pero el instinto de supervivencia fue mayor, y también mi energía, yo era una persona joven, llena de vida y ganas de vivir, psíquicamente estable. Quizás alguien de edad avanzada, podría haber sucumbido al susto enorme y haber tenido, por ejemplo, un paro cardíaco; una persona inestable, tal vez una crisis de pánico.
Ese impulso vital, como digo, me permitió escapar de esa verdadera trampa en la que sentía que había caído. Mi instinto me ayudó dándome un impulso para salir de ese estado casi hipnótico en el que me encontré sumergida por un momento, y pude así desprenderme de la influencia de ese pánico que comenzaba a insinuarse. De lo que se trataba —eso lo comprendí mucho después— era de distraer mi atención, de fijarla en algo completamente diferente de ese sentimiento de miedo e impotencia, y es así como me centré en trabajar con mi mente dejando instantáneamente de lado todas mis emociones. Me puse a contar, en una fracción de segundo conté catorce gatos, quizás eran muchos más, yo sólo vi catorce. Enseguida miré frente a mí sin fijar nada preciso, como si mentalmente hubiese lanzado un ancla allá muy lejos, y mi mirada se aferrase al lugar en el que esa cuerda invisible se había afianzado. Seguí caminando, tratando de mantener una velocidad constante. Lo cierto es que todo sucedió en fracciones de segundo, la mirada a los gatos, el conteo, y es así como el leve titubeo que tuve fue imperceptible físicamente hablando, y por lo tanto, el 'gato' que me observaba tampoco pudo percibirlo.
Después de un lapso de tiempo que me pareció enorme, pude alejarme de la zona de influencia de ese enemigo. Porque en ese momento tenía la certeza de que ese gato gigante era real, era un ser que existía y que se manifestaba a través de aquellos gatos, seguramente abandonados, al igual que los perros, y que se juntaban alrededor de la cocina para tratar de sobrevivir. Ese depredador gigante no era más que un gato, colosal, es verdad, pero un gato que se encontraba al acecho, esperando, como lo hacen todos los gatos, que yo comenzara a correr para pegar el primer zarpazo.
El recorrido 'gatuno' no debe haber medido más de diez metros, y caminando con lentitud, como fue mi caso, no debe haber durado mas de 10 segundos, y sin embargo, cada pequeño suceso se imprimió en mi memoria con tal energía que es posible estirar ese recuerdo como un acordeón que se extiende dejando vislumbrar entre sus pliegues un sinnúmero de sensaciones.
¿Pasé por ese lugar en ese preciso momento por casualidad o fue un gesto del destino? ¿Esos gatos siempre miraban en forma sincronizada a cualquier pasante? Tal vez era así, y nunca lo había notado porque siempre iba distraída con alguna conversación...
Ahora, tal vez ya liberada de la obsesión de ese recuerdo, quizás pueda enfrascarme nuevamente en la lectura de 'Maldito gato', ese cuento-acordeón que me inspiró con su infinidad de pliegues, de cada uno de los cuales se desprende una infinidad de sensaciones increíbles e inconcebibles por el resto de los mortales.
|