Los primeros rayos del alba llegaban junto con las noticias de nuestros espías revolucionarios. Austria se movía hacia nosotros. Pero yo me encontraba lejano a todo eso. Sentado en las mesas exteriores de una antigua taberna, miraba aquellos primeros rayos de la mañana. En aquel triste lugar, donde el interior es bastante oscuro y los pocos rayos de luz que logran cruzar las sucias ventanas apestan a fermento de vino francés, yo recordaba los días pasados.
Recordaba los intranquilos días previos, como mi novia atemorizada corría junto a mi tomándose La Bastilla. Como ella con sus suaves brazos rogaba por mí esa mañana en que partí a pelear por la revolución. Aquellos ojos tristes que lloraban por mí. O eso meditaba, hasta que en lontananza vi cinco siluetas de viajeros vagabundos se acercaban a paso ligero hacia la taberna. Lucían extrañas ropas que no eran de estas tierras. Ellos tampoco.
Se sientan alrededor de una mesa contigua a la mía. Hablan. De vez en cuanto me miran ¿Lo hacen? El mayor, al parecer, se me acerca y me pregunta:
-Disculpa, ¿en que país estamos?
-En Francia –le digo.
Se da vuelta y le informa a sus compañeros mi respuesta. Uno parece sobresaltado. Conversan, excitados. El más pequeño se acercó cuidadosamente, sin que yo me alcanzara a dar cuenta. “De verdad esto es Francia”, me preguntó.
-Así es, joven. Esta es la Nueva Francia. La Francia iluminada por la razón y bien gobernada por la República.
-¿Y por dónde queda París?
-¿París?
-Si, París –asintió amablemente.
-Bien, es en aquella dirección –y señalé hacia el noroeste.
-¡Muchas gracias! –respondieron todos a coro.
Tomaron su equipaje. Dijeron adiós, y partían hasta que yo los detuve.
-¡Esperen! –Se dan vuelta a verme- Si van a París, ¿pueden llevarle este mensaje a una persona?
Saco de mi chaqueta una carta. El mayor la toma. “La dirección esta escrita”, le digo. El me responde “Claro, no te preocupes, noble caballero, tu novia estará feliz de recibir noticias de su amado revolucionario”.
Desconcertado los observo irse. La repulsiva idea de confiarle mis cartas a extraños se equilibra con la confianza que me entregan los primeros rayos del alba que se están disipando. El sol ahora reina en un cielo muy celeste y muy brillante. Muy claro. Atemorizante ¿Pero qué es lo que me pasa? ¿De dónde viene esa desesperanza? ¡Arriba el ánimo! Mi patria pronto será… pero, ¿dónde estará ella? ¿Qué estará haciendo?
Las casas de la ciudad fronteriza se iluminan a la llegada del sol matutino. Anunciaban mi desesperación. Anunciaban una nueva mañana. Me advertían que amaba a alguien. Anunciaban que jamás la olivaría. Recuerda, decide.
Me encamino hacia mi tienda de campaña. Por ahora no hay nada que hacer. Duermo hasta la alarma del centinela.
El día ha terminado. La tarde me esquiva. El frío se tomó mi tienda de campaña. Y sonó la alarma del centinela.
-¡En formación! ¡En formación!
Me pongo mis botas, camisa, chaqueta azul y roja, y en mi cama me siento mirando fijamente el mosquete. Ahí se encontraba mi esperanza. ¿Cuál arma sería más rápida? ¿La mía, o crueles balas destruirían mi cuerpo? El reloj de bolsillo que compré antes venir aquí, marcaba las 4 de la mañana.
Ya formados, el general pasa revista. Nos mira fijamente. En la madrugada, un discurso es pronunciado bajo las bóvedas celestes, astros brillantes que giran, revolucionan, igual que nosotros.
-¡Hombres! Ante vosotros se encuentra la viva imagen de la represión monárquica que ha cegado a nuestros padres desde que eran niños. Y nuestros abuelos cuando eran bebés. Pero nosotros somos mejores. ¡A sí es, mejores! Nuestro rey espera en prisión su sentencia. El destino no ha de ser cruel cuando la justicia está de parte de las almas nobles. La era de la razón comienza con victoria. La victoria es nuestra. Es de todos. ¡Todos hombres han nacido, y continúan siendo, libres e iguales en cuanto a sus derechos! Defended la razón, el laicismo, ¡venced a la opresión!
Un bramido recorrió las filas. La era de la razón comenzaría con una victoria. Nuestra victoria. Allí en una ciudad fronteriza en las tierras de Francia, se lazaría un rugido que recorrería todo el mundo. Temblarían los delgados cimientos que sostienen a los poderosos. A pesar de…
-…Nuestra muerte, Amén –terminó un soldado a mi lado.
Mi muerte.
Es una fría madrugada, y en los primeros rayos del alba el ejército austriaco se moviliza. Avanzamos. La flauta y el tambor suenan a mi lado. Una música bella y marcial, alegre y festiva, que celebra los cañonazos que vuelan los miembros de mis compañeros. Salpicaduras de sangre en mi rostro, pero seguimos avanzando. “¡Fuego!” Y una carga enemiga nos elimina, nos aniquila, agujerea, rompe lo que una vez fue fija y tierna carne, volviéndola sin forma y de rojo color sangre. Pero a mi las balas no me tocan. “¡Fuego!”.
Me agacho, apunto, disparo. Mato. Matamos. ¡Matamos a cientos! Los austriacos que venían corriendo al ataque cayeron al suelo de Francia. Y corremos contra ellos. Y mi fusil atravesó un cuerpo, sangre gotas en mi chaqueta. Ruido de muerte. Fin ante esa colina verde.
Habíamos matado a todo un batallón. “¡¡Francia!!” “¡Libertad, fraternidad e igualdad!” Y juntos subimos la colina. Nuestros cañones matan caballos de asalto que venían hacia nosotros. Ahora éramos invencibles. ¡Somos invencibles! ¡Somos libres! Y llegué a la cima de la colina verde.
Nevaba, y los dos jugábamos en la nieve, a pesar del frío. Nos manteamos calientes. Algo más nos mantenía calientes. A pesar del miedo, me movía como si jamás fuera a tener miedo, el frío pasará.
Los primeros rayos de la mañana iluminaban las balas, el humo, la sangre. Mi sangre, por la bala que atravesó mi barbilla y salió por mi cabeza. Y abrí los ojos en aquella verde colina. Mi amada se encontraba allí. Abrí mis brazos, corrí hacia
Ella, me abrazó y... empezó a desaparecer. En un lugar distante ella despertaba de un sueño inquieto.
Yo me encontraba muerto en aquella colina hecha de cadáveres.
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