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Inicio / Cuenteros Locales / Roelio2 / El monólogo del brichero

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*se le llama brichero al latino que busca tener encuentros con extranjeras.

Otra vez. Me despierto. Es casi la una de la tarde. Mi boca está seca y apesta. Apesta a mierda. Hay un olor a tabaco pegado a mi ropa. A mi pelo. Me duele la cabeza. No mucho. Ya estoy acostumbrado. Pero, qué importa. Anoche la pasé bien. Muy bien. Al menos eso creo. No lo sé, no me acuerdo bien. Estuve borracho. Borracho y arrecho. Muy arrecho. Pero no importa. Esta noche me irá mejor. Lo sé. Lo sé muy bien. Miro la cortina. Parece que ha salido sol. ¡Qué bien! Quiero ir a la playa. Quiero ir ahora mismo. Siempre me hace sentir mejor. Me paro de la cama. Me duelen las piernas. Seguro que bailé mucho anoche. No. No creo. Seguro que me caí por borracho y huevón. Siempre me pasa. Pero no me importa lo que puedan pensar otros. Mis amigos. Mi familia. Los desconocidos. No me interesa. Este soy yo. No tengo hambre. Me muero de sed. Hay una botella de agua al costado de mi cama. Una botella de agua y una caja de condones cerrada. Tomo el agua. Casi toda la botella. Me quito la ropa. Me pongo la ropa de baño negra. Esa que uso desde hace cinco años. La ropa de baño y un polo blanco limpio. Salgo de mi cuarto. Entro al baño. Me miro en el espejo. Todavía me siento medio dopado. Sonámbulo. Sonrío. Abro el caño y me enjuago la boca. La boca y la cara. Ya me siento mejor. Orino. El chorro apesta y parece nunca acabar. Salgo del baño y bajo las escaleras. Me agarro de la baranda. Casi me caigo. ¡Qué huevón! Voy a traer una toalla de la lavandería. Parece que no hay nadie en la casa. Eso me gusta. Es lo que más me gusta. Estar solo y que nadie me joda. Que nadie me hable. Que nadie me pida cosas. ¡Nadie! Prendo el radio a todo volumen. Pongo una canción. Una canción que me hace acordar a la alemana que me tiré el sábado pasado. La forajida esa, que ahora debe estar en Cusco cachando con los mil y un incas. Pero no me importa. Nunca me han importado esas huevadas. ¡Gringas de mierda, ya van a ver! Entro a la lavandería y saco una toalla. La azul. Esa que no es mía. La meto en mi mochila y la cuelgo de mi espalda. No quiero sacar los lentes de sol. Me da flojera y no sé ni dónde están. Nunca los encuentro. Reviso mi billetera. Sólo me queda un billete de diez soles y un poco de sencillo. Ayer tenía más de cincuenta mangos. Puta madre, me quedé misio. Guardo las llaves y el ipod. Salgo de la casa y paso por el jardín. Los perros me huelen. Sienten mi olor a mierda y se alejan. Esos perros como joden. Siempre ladran cuando regreso de madrugada. Ladran y despiertan a mi vieja. Y de ahí mi vieja jode. Y peor cuando llego con alguna perra que me levanté esa noche. Es que yo soy conchudo. Yo las llevo a mi casa. Pero trato de pasar desapercibido. Muy pocas veces me han descubierto. Casi siempre por la culpa de los perros. ¡Perros de mierda! Abro la puerta de la calle. Le echo llave. La música del radio está tan fuerte que la puedo escuchar en la calle. Esa canción. La que me hace acordar a la alemana del sábado pasado. La última de todas. De la que ya les conté a todos mis patas. Me alejo y ya no puedo escucharla. Se borra todo de mi mente. Estoy solo. Solo porque yo quiero estar así. Porque no necesito a nadie. Camino por la avenida San Martín. Pasan un par de taxis. Me tocan la bocina. Me miran y se ríen. Cualquiera que me vea ahora se puede dar cuenta que ayer me la pegué. Sí. Y que me la pegué mal. Y por las huevas. No conseguí nada. Ni siquiera chaparme a una chola. Estaba arrecho. Muy arrecho. Borracho y arrecho. Pero no importa. Esta noche me irá mejor. Lo sé. Lo sé muy bien. Sigo caminando y bajo por las escaleras a la costa verde. Huele a orina. Me pongo los audífonos del ipod. Pongo música. Reggae para relajarme. El sol está quemando fuerte. ¡Qué bien! Cruzo las pistas. Con cuidado. Acá todos los carros pasan embalados. Camino hacia las playas de Miraflores. Ahí hay menos gente que en las de Barranco. Y yo odio las playas con mucha gente. Pasa una gringa cerca. Está rica. Está rica y está con un cholo. Un cholo chato y sarrapastroso. Pero no me jode. Así son. Sí, así. Yo ya he tenido varias. Muchas. Me dicen “brichero”. Pero creo que no es algo malo. Todo lo contrario. Ellas son las más bonitas. Las más fáciles. Las más desinteresadas. Como yo. A mi no me interesa nada. Bueno, antes sí. Ahora ya no. Y estoy contento así. Jodido pero contento, como dicen algunos, ¿no? Llego a la playa. Me encanta este olor a mar. Siento que me limpia. Que me refresca. Ya me siento mejor. Ya no me duelen las piernas. Saco la toalla y la extiendo sobre la arena. Sonrío. Sonrío y me quito el polo. La música sigue sonando en los audífonos. Tengo el cuerpo velludo. Muy velludo. Y la cara también. Mi barba está bien grande ya. Me dicen que me la afeite. Impresentable. Etcétera. Pero no me interesa. No les hago caso. A nadie. Así soy yo. Además, a las gringas les gusta. Claro, les encanta. Mientras más peludo y apestoso es uno, más le gustan. Porque así son. “Mente abierta”, dicen. A mi me dan risa. Son mochileras. Esas que viajan por todo Sudamérica con poca plata. Ahorran plata por tres meses y viajan durante seis. Porque acá sus monedas valen un huevo. Valen un huevo y viajan por mil y un rincones. Viajan y se acuestan con todos los que pueden. “Para conocer mejor la cultura”, dicen. Pero no debería quejarme. Es más, yo haría lo mismo. Si tuviera la plata para viajar por Europa, lo haría. Lo haría y me cacharía a todas las gringas posibles. Pero mi papá siempre me decía que me busque a una chica de acá. De Lima. Una tranquila. De su casa. Que todas esas mochileras son la basura de sus países. Las misias. Las que tienen sida. Las que allá nadie quiere. Pero aquí sí. Acá todos quieren con ellas. Porque son blancas. Porque son rubias. Porque tienen ojos que no son color marrón. Porque tienen plata. Por la visa. ¡Y qué importa si están un poco gorditas! ¡Y qué importa si tienen granos o no son muy bonitas de cara! Total, son rubias, ¿no? Y ellas lo saben. Lo saben muy bien. Y no es nada nuevo. Uno acá se da cuenta por como se portan. Son sobradas, algunas. Son regalonas, la gran mayoría. Depende. Depende de dónde las conozcas. Depende de cómo las conozcas. Porque son desconfiadas. Son desconfiadas porque tienen la idea de acá todos roban. De acá todos se aprovechan de ellas. De que acá todos son unos pendejos. Pero es la verdad. Quien diga que está buscando encontrar el amor en una de esas mochileras es un pobre iluso. Un pobre iluso que cree que puede hacer que se queden acá por él. Que tiren al tacho todos sus planes de viaje. Sus planes de viaje y de vida. ¿Y para qué? Para vender artesanías en el puente de los suspiros. En la plaza San Martín. Para hacer malabares en las esquinas. Para vivir con muy poca plata. Para drogarse con poca plata. Y siempre vistiendo la misma ropa. Porque así son. A ellas les gustan esas cosas. Y no me quejo. Seguro están hartas de vivir donde lo tienen todo. Donde no les falta nada. Y prefieren un lugar miserable. Desordenado. Donde es probable que no coman nada durante días. Y más días. Total, siguen siendo rubias. Siguen teniendo jale con cualquiera que las vea. Porque saben que todos envidian al huevón que tienen al lado. Ese que se las cacha sin condón. Ese que es horrible pero se cree churrísimo. Churrísimo y pendejazo. Y, bueno, ahora estoy acá. Tomando sol. Escuchando música que me trae recuerdos. Recuerdos de todas las gringas perras con las que me he acostado. Y no me importa. Nunca me ha importado. Yo nunca fui nada para ellas. Ellas nunca han sido nada para mí. Sólo sexo. Placer. Ellas buscan eso. Lo buscan y lo encuentran. El sol me quema y me gusta. Hago esto porque a ellas no les gustan los tipos muy blancos. Al contrario. Les gustan los de piel oscura. Marrón. Negra. Bueno, no sé qué tanto les gusten los negros. Pero los cholos sí. Les gustan porque dicen que en sus países no hay gente así. Tan diferentes. Tan exóticos. Y yo que no tengo nada de exótico hago lo que puedo. Por eso estoy aquí. Porque sé que no puedo lucirme tan blanco esta noche. Sino no consigo nada. Y esta noche me irá mejor. Lo sé. No me echo bloqueador porque sino no me bronceo nada. Además en mayo el sol no quema tanto. Y tengo que aprovecharlo. Mientras el sol me quema pienso. Pienso que tener veintidós años es una cagada. Porque yo me siento joven. Muy joven. Pero para el resto del mundo soy un viejonazo. Un viejonazo que si la caga o mete la pata tiene que responder. Pero no me importa. Nunca me ha importado. Para mí la edad es sólo en número. Lo importante con las gringas es ser mandado. Mandado y pendejo. No importa la edad. Yo he tenido desde menores de edad hasta mayores de treinta. Y mi edad también varía. Para algunas tenía dieciocho. Para otras, veintiséis. Gringas de mierda… Y hay para todos los gustos. Y para todas las necesidades. Hay las que sólo están de pasada por Lima y se van en un par de días y hay las que se quedan más tiempo. Las que vienen a estudiar de intercambio. Las que vienen a hacer trabajo social por varios meses. Las que creen que acá van a encontrar un futuro más interesante que allá en su país. Y eso porque ahí son la escoria. La clase media. La clase baja. La peor calaña. Porque esas son las que vienen aquí. Las mochileras. Esas donde sólo acá las quieren. Y ellas lo saben. Lo saben tan bien que, dependiendo del tiempo que se queden, se hacen más o menos difíciles. Las que vienen por mucho tiempo se demoran más en atracar. Porque buscan algo más serio. Porque se dan cuenta que acá sobran sus pretendientes. Y las que se quedan sólo un par de noches. Esas son las más fáciles. Porque no les importa nada ni nadie. Ellas siguen con su viaje. Se van a Cusco. A Arequipa. A la mierda. La cosa es que se van. Se van y dejan a uno o más huevones pensando en ellas. Huevones que les escriben correos y mensajes de texto. Porque eso es normal. Acá los peruanos se afanan. Se ilusionan. Se sienten los más guapos del planeta porque se cachan a una chica tan buena y blanca que si fuera peruana no les haría caso. Pero para las mochileras sólo son diversión. Momentos fugaces. Que no importan. Que son sólo uno más de los tantos con los que se han acostado. Y no me quejo. Se hacen llamar libertinas. Para mí eso se traduce en zorras. Perras forajidas. Porque eso son. Pero no me voy a mentir. Algunas veces cometí el error de templarme de una que otra. Y eso por falta de experiencia. Esto de ser brichero es como un deporte. Uno debe preparse, hallarse en las condiciones físicas necesarias para ganar. Y adenás uno tiene que irse acostumbrando a ser fuerte. A dejar ir. Y mientras más vivencias de estas se tiene, mayor es la convicción de que tal cosa como el amor no existe. El amor dura lo que dura la atracción física. Eso es lo que yo creo. Alguna vez le dediqué un te amo a una chica de Hungría que recién conocí la misma noche. Pero que me gustó tanto y fue tan placentero nuestro encuentro, que se lo dije. Así, espontáneamente. Ella se rió y volvió a preguntarme mi edad. Porque sí. El amor para ellas es una cosa de niños. De adolescentes. Así piensan ellas. Y yo pienso igual. Bueno, antes no pensaba así. Desde que empecé a dedicarme a esto he cambiado muchas cosas. Soy más mentiroso. Soy menos comprometido. Soy más flojo. Más flojo y juerguero. Al principio no fue fácil. Todo lo contrario. El problema es que como uno las ve bonitas, rubias, altas, no se atreve a acercarse. Y eso porque se tiene la imagen que las chicas rubias, altas y bonitas de acá son sobradas. Son difíciles. Pero las mochileras no. Ellas son fáciles. Ellas también son bonitas. Ellas son más desinteresadas. No les importa si tienes carro o tarjetas de crédito. No les importa si trabajas o no ni dónde trabajas. Sólo les importa pasar un buen momento. Pasar un buen momento contigo. Con tu amigo. Con cualquiera. Porque así son ellas. Les gustan todos los hombres. Los altos. Los chatos. Los cholos. Los gringos. Todo. Y el sol me sigue quemando. Tengo que solearme una hora y media. Si me quedo más tiempo, me sancocho. Y yo no quiero eso. Después me arde todo. Veo el reloj y todavía falta media hora. Pero me gusta estar acá. Echado en la arena. Arena que ya se acomodó a mi cuerpo. Con las brisas del mar. Esas que me refrescan. Me distrae un grupo de turistas que pasan cerca. Gringos, gringas y lo que vendría a ser el guía. Un chato poco agraciado. Pelucón. Con varios collares y pulseras de tela. Seguro que todas esas gringas quieren con él. Siempre pasan grupos así por acá. Porque a ellos les fascina la costa verde. El acantilado. Larcomar. Las playas. Y se sientan en las orillas de piedras. Y se toman fotos. También les llama la atención correr tabla. Más allá en Waikiki y Makaja lo hacen. Y, claro, están los vivazos que les enseñan a surfear gratis. Porque están ricas. Porque así las conocen y entran en calor. Les hacen masajes antes de meterlas al mar. Vivazos son. Pero yo haría lo mismo. Si tuviera una tabla. Si supiera surfear. Pero estoy bien así. Yo he jugado frontón. Algunas veces me he gastado explicándoles a las gringas cómo se juega. Porque sólo acá se practica esa huevada. Pero a ellas más le interesan otro tipo de deportes. Como el surf. Como el alpinismo. Como el canotaje. Algunas vienen hasta acá sólo para hacer eso. “Deportes de aventura”, los llaman. Este país de mierda sí que trata de venderse con cualquier cojudez. Y ahora que Machu Pichu es maravilla mundial el Perú está de moda. Y no me quejo. Al contrario. Me parece excelente. Así vienen más y más perras que pasan por Lima para después conocer Cusco. Conocer Cusco y cusqueños. Porque así son. Les encantan ese tipo de huevones. Enanos. Enanos con caras de alpaca. Enanos que usan todos los vestigios típicos de la cultura incaica. A ellas les fascina todas esas huevadas. A mí me dan asco. Hay quienes creen que usar pantalones de lana, collares, pulseras, vinchas, etcétera, aumentan las posibilidades de levantarse a una gringa. Yo no lo creo. La experiencia me ha enseñado que si le gustas a una gringa, se te tira encima. Y si no le gustas, nunca le vas a gustar. Porque así son. Todo les entra por los ojos. Les importa un bledo conocerte. A veces ni se acuerdan de tu nombre. Y a los pocos días se olvidan de tu cara también. Porque conocen a otros. Porque no significas ni mierda para ellas. Pero el peruano sí se acuerda. Se acuerda de todas. De sus nombres. De sus nombres, sus nacionalidades y sus caras. Y yo no soy la excepción. Es más, recuerdo a una francesa que conocí. Que conocí hace tiempo ya. Una francesa que terminó rompiendo uno de mis polos favoritos. Y que a las seis de la mañana la acompañé a recoger su mochila de un hostal en Miraflores y llevarla a la estación de Cruz del Sur. A los tres días le escribí un e-mail. Un e-mail que hasta ahora no ha respondido. Mejor así. No me importa. Nunca me ha importado. Miro el reloj. Todavía faltan veinte minutos. El grupo de turistas que pasó hace un rato ya está por la Rosa Náutica. Escojo música Rock en el ipod. Pongo una que me hace acordar a Sara. La que me cagó. La primera que tuve. No. Nunca la tuve. Una australiana que se quedó un par de días más de la cuenta acá en Lima. La llevé a pasear. Por Barranco Por Miraflores. Caminando. Fuimos a comer. En las noches, a tomar. Los dos nomás. Cometí el error de conocerla. De darme cuenta que me gustaba su manera de ser. Desapegada. Independiente. Autosuficiente. Temeraria. Le importaba un carajo si se enfermaba. Su viaje era de seis meses por todo Sudamérica y por nada lo interrumpiría. Y me di cuenta de cómo son estas mochileras. No necesitan a nadie. No necesitan nada. No tienen miedo de pasar una noche a la intemperie. No tienen miedo de pasar un par de días sin comer. O vivir comiendo miserias. Pero no pueden pasar una noche sin chuparse unos tragos. Claro, para eso sí. Para el trago y la juerga siempre hay plata. Siempre están sanas para eso. Porque así son esas gringas de mierda. Porque quieren sacarle el jugo a cada uno de sus días de viaje. Y no tiene nada de malo. Yo haría lo mismo. Y ahí empieza el problema. Problema que por suerte detecté a tiempo. Por Sara. Esa que me cagó. La primera de todas. Y es que como estas mochileras sólo quieren divertirse, son las más sociables. Las más extrovertidas. Las más alegres. Las más chéveres en todo sentido. Y es entonces cuando el que no está precavido cae. Cae como cojudo. Se enamora. Se tiempla. Siente que no va a poder conseguirse una así de rica pero limeña. Y se lamenta. Y espera el día en que la gringa decida volver por él. Y son tan ingenuos que en realidad creen que ese día va a llegar. ¡Que huevones! Por eso es que yo distingo entre tres tipos de bricheros. Está el brichero pendejo. El típico cusqueño misio que las enamora. Que les saca todo el provecho económico que puede. Que las trata de casar y obtener otra nacionalidad. Que espera que lo saquen del país y se lo lleven por ahí. A Europa. A Estados Unidos. A Australia. Porque, total, cualquier huevada es mejor que Perú, ¿no? Pero ellos la tienen mucho más fácil. Porque en Cusco hay muchísimas más gringas que acá en Lima. Y se quedan más tiempo. Yo ya he estado ahí varias veces. También está el brichero común. Es el que busca a las gringas porque sabe que son fáciles. Rápidas. Que van al grano. Y así lo único que busca es pasar buenos momentos. Cachar. Cachar todas las noches que las mochileras pasen aquí en Lima. Dejarlo todo en el recuerdo. Y luego contárselo a todos sus patas sacando cacha y enseñando las fotos, si es que las tomaron. Y no involucrar sentimientos. Esto último no es tan fácil. Por eso es que Sara me cagó. Pero ya aprendí. Ya me acostumbré a conocer mujeres que sé que nunca más volveré a ver. Y no me importa. Nunca me importado. Yo escogí esto. Y por último está el brichero huevón. Es el que busca entablar alguna relación afectiva con las gringas, y no para aprovecharse de ellas. Es el que espera tener suerte y conocer a alguna que se quede un buen tiempo aquí. O mejor si vive acá. Y de ahí sufre. Sufre porque a esas perras les gusta tener a más de uno atrás de ellas. Y con este tema de la “mente abierta”, cualquier cojudo puede significar competencia. El más feo. El más guapo. El más chato. El de lentes con un bigote con gotas de sudor. Porque la verdad es esa. Hasta el huevón más insospechable puede serrucharte el piso con una gringa. Y sigue sufriendo. Y se emborracha por ellas. Pero prefiere vivir así que buscarse a una limeña de medio pelo que lo más probable es que no les haga caso. Se olvida que ellas lo único que quieren es que las complazcan. Pero bueno, yo me identifico con el brichero común. Miro el reloj. Ya es hora de regresar a mi casa. Además, ya me vino el hambre.

Texto agregado el 11-05-2009, y leído por 660 visitantes. (0 votos)


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