No estaba previsto ni siquiera que él apareciera. Y menos que lo aplaudieran. Nunca. Pero ahora, a 20 minutos de la actividad, aparece y los ojos van minuciosamente tras su presencia, y por él el oído tiene hambre sonora, el tacto quiere sentir en cada poro su existencia, la nariz lo husmea y apetece, a la imaginación toda la exalta su figura, la razón pierde el juicio analizándole el ser y las manos lo aplauden hasta el rojo vivo. En dramática tensión, papeles tras papeles, pasaron otros incidentes no incluidos en los planes, y en círculo vidrioso, repetía él su conducta, su sed de primer plano, hasta desesperar, sacar de quicio, dar ganas de herir, de matar, de castigar, de... Alguien perdió repentinamente la calma. Silencio. Sólo se oía el tic tac del reloj. El viento cada vez con mayor fuerza mordiendo las hojas. Unas manos temblorosas y empapadas de sudor pasaron con lenta violencia sobre una frente rugosa y fruncida. A él le asombró ese silencio y la detención cortante de los aplausos. Del asombro pasó al miedo, pero un ligero vértigo le quitó a sus nervios fuerza para preocuparse, y entró en esa montaraz calma que precede a lo agónico. Su ansiedad le hizo recuperar energía. Iba a entrar en el remolino de la desesperación, pero no tuvo tiempo. Oyó el ruido de muchas hojas que alguien rompía. Luego se sintió caer y rodar por el piso. "'¿Qué habrá ocurrido?", se preguntó, despedazado de angustia. Le volvió la esperanza cuando percibió que recogían los papeles fragmentados y los agrupaban. Después, sintió hedores pútridos y nauseabundos en torno suyo. Gusanos, objetos descompuestos e inútiles. Se sentía desmayar, y todo él iba desapareciendo, y lo último en írsele fue la esperanza. La esperanza de ser alguien, de ser recordado, con nombre y figura, de ser personaje. Cuando pasó el camión de la basura y metió papeles y otros desperdicios en su máquina trituradora, ni ese instante último pudo convencerle de que no aparecería en la novela. Roto, tampoco supo que estaría en un cuento. |