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FUNDIDO EN NEGRO.


Guillaume Dutrou destruyó en cierta ocasión uno de sus cuadros; el cual, a no ser por este luctuoso tropiezo, no solamente hubiera podido incorporarse sin ningún género de dudas al vasto catálogo de sus obras maestras, sino que además habría figurado, presumiblemente, atendiendo sobre todo a los pocos datos objetivos con que contamos, entre las mejores piezas del mismo. Dis aliter visum. Se trataba del retrato de una mujer africana de avanzada edad, aunque los dos únicos testigos que tuvieron el privilegio de contemplar la tela admiten que bien podría tratarse de un anciano. Muchas veces, cuando el ser humano aparece tan cargado de años, la distinción genérica resulta bastante complicada a simple vista.
La misión que se me ha encomendado es escribir una reseña de ese objeto artístico nonato para que de algún modo pueda ser registrado, clasificado, aun mediante la característica peculiar de su ausencia, así como una crónica de su desaparición. A ese fin quedan pues consagradas las siguientes líneas, las cuales tal vez no conformen un trabajo realmente exhaustivo, como lo son la mayor parte de los publicados en esta revista, pero también cabe preguntarse si en verdad merece más atención, o acaso un derroche de tinta, una obra de arte inexistente que únicamente ha sido vista brevemente por dos personas además de su autor. No, esa realización artística, por elevado que haya sido el grado de excelencia en ella alcanzado, no nos aporta nada. Así es que, una vez al corriente de cómo nació y cómo murió, pienso que lo más sensato es olvidarla.
Sin embargo, no quisiera comenzar el relato de dicha peripecia sin antes mencionar un detalle curioso, el de la absoluta renuencia del pintor a hablar de este tema. Todo cuanto dijo durante nuestra entrevista le fue arrancado mediante una mezcla de presión y de ardid, método que, por supuesto, no me hace sentir demasiado orgulloso pero, reflexión mediante, lo doy por bueno en nombre de algo mucho más importante que mi propia sensibilidad. Al final nos despedimos de un modo bastante poco amistoso, son éstos los gajes del oficio y espero que no me lo tenga en cuenta, al menos no durante demasiado tiempo.
Algo dijo, después de todo. Sí, refirió lo bastante como para comprender lo esencial de los sucesos acontecidos durante los escasos días que duró la gestación y muerte del mencionado cuadro.
Los otros dos testigos, en cambio, se mostraron en todo momento mucho más expansivos, si bien uno de ellos considerablemente amargo; se diría que, de algún modo, necesitaban hablar largo y tendido del asunto.
He aquí que, con cuanta información logré recabar, decidí venir a Etretat para escribir el artículo in situ, lo cual constituye probablemente un acto desmesurado por mi parte, si bien no exento de buena voluntad, porque si me pongo a describir cuanto veo, esto va a hacerse más largo que la obra del Escorial y no va a haber bastante espacio en toda la revista para darle cabida, aunque se le consagre un número especial. A pesar de todo, mi presencia aquí, bien que no sea imprescindible al fin y al cabo, como empiezo a temerme, quizá resulte vagamente benéfica para mi relato. Pues, considerando bien la naturaleza del proyecto, más va a tener de relato que de artículo. En cualquier caso, el coste se eleva tan sólo a unas cuantas horas de tren y a unos veinte o veinticinco minutos de taxi, ¡ah! y a una factura, cuyo alcance constituye por el momento un pronóstico difícil, por no decir reservado, de hotel y restaurante. Pero, en el peor de los casos, lo mismo da escribirlo aquí que en cualquier otro sitio. Llego, además, más o menos en el mismo período del año en que se produjeron los hechos, es decir en pleno invierno, consiguiendo, por esa razón, tomar alojamiento no solamente en el mismo hotel sino también en la misma habitación, con vista panorámica al mar, que ocupó el pintor durante aquellos días en definitiva poco propicios para el arte. Y ya pretendiendo cerrar el collar de las coincidencias, mencionaré el broche consistente en la circunstancia, para ser sincero no del todo inhabitual en estos parajes, de que fueron también días de tormenta oceánica como la que se está produciendo ahora mismo, en el momento de la escritura. Negras nubes atraviesan la pequeña bahía e invaden la tierra firme cual hueste antigua, la galerna sopla de modo espantoso y olas del tamaño de edificios se estrellan contra los farallones y acantilados de los extremos, produciendo, ambos empujes, un estruendo que no favorece en modo alguno la concentración, la verdad sea dicha. A pesar de ello, unas cuantas chalupas faenan no muy lejos de la costa como minúsculas pajitas caídas en el interior de una olla con agua hirviendo. Los techos de pizarra parecen concentrados en el esfuerzo común de oponerse al viento avasallador y a la lluvia persistente, por cuyo efecto las casas, hechas con bloques de sílex, aparentan hundirse cada vez más bajo la tierra embebida.
Guillaume Dutrou pinta de memoria junto a la ventana aquel rostro que no vio durante su último viaje a Kenia y Tanzania. No lo vio pero lo soñó de manera insistente mientras permaneció en la región, iluminado siempre por el resplandor de un fuego invisible, recortando el fondo pavonado de ese cielo prodigioso que precede a la noche cerrada, horadado ya por la punta metálica de las primeras estrellas.
Robert va a verlo muy a menudo. Apenas habla con él pero controla meticulosamente los progresos de la pintura y no resulta inhabitual que sea él quien decida cuándo está acabada. Entonces la envuelve en un papel de estraza y sin más explicaciones se la lleva. Robert no desea que mencione su apellido, por lo cual no resulta improcedente suponer que tampoco él debe encontrarse demasiado satisfecho con el papel que le ha tocado desempeñar en este asunto.
-Ya empieza a dar, según veo, sus frutos el viaje a África, ¿ves como tenía razón al vaticinar que te haría mucho bien?
Guillaume en su fuero interno le daba la razón. Ese rostro únicamente puede ser soñado en África oriental, allí donde la humanidad dio sus primeros pasos y selló sus primeros pactos.
A pesar del silencio de su interlocutor, Robert aparecía pletórico:
-Anda, déjalo ya por hoy. Tómate la tarde libre. Te conviene reposar, me da la impresión. Mañana, con la fuerza del día, le darás los últimos toques. Siempre lo he dicho, las mejores pinceladas se dan al amanecer.
Guillaume obedeció sin hacer comentarios y comenzó a lavar los pinceles, mientras Robert procedía a enguantarse, luego a calar bien su sombrero de piel, pues el espeso abrigo de paño negro ni siquiera se lo había quitado. Cuando estuvo bien arrebozado, fue a situarse delante del cuadro para echarle un último vistazo reconcentrado y clínico, bajo la luz lechosa de la tarde desapacible, hostil.
Sonrió.
-Hasta mañana –dijo, sin conseguir apartar los ojos de la tela, indiferente o ajeno a la ambigüedad por él creada, pues para un hipotético observador no hubiera resultado fácil determinar de quién, o de qué, se estaba realmente despidiendo. En cualquier caso tampoco el pintor se dignó darse la vuelta. ¿Para qué? Si en de todos modos tenía la impresión de estar viéndolo, incluso de espaldas, por lo cual, en apariencia, pero sólo en apariencia, no percibió nada del mencionado equívoco, si es que de veras lo había entre ellos.
-Hasta mañana –se limitó a responder, sin dejar de lavar los pinceles, ligeramente inclinado hacia la pila cual si el ruido del chorro al caer sobre la loza absorbiera toda su atención. Tan sólo dio por concluida la minuciosa operación cuando oyó el chasquido de la puerta.
Depositó los pinceles en el bote y esta vez fue él quien se plantó delante del cuadro para contemplar aquel rostro que el tiempo había vuelto asexuado, si bien permitiéndole conservar una mirada dura, inquisitiva, intransigente. Guillaume conocía la interpretación correcta de ese brillo maligno y perentorio que refulgía en ella, pero en esta ocasión notó cómo el miedo se hinchaba con mayor rapidez dentro de él hasta crear un gran vacío en el centro mismo de su cuerpo. Retrocedió hasta el sillón pues las piernas empezaban a flaquearle. Entonces sonó el móvil pero no lo tomó. Por el sonido sabía que se trataba de un mensaje escrito y conocía asimismo su procedencia. Se demoró un rato dejando que sus ojos se refrescaran en la penumbra y luego leyó el mensaje. Redactó seguidamente la respuesta mediante la cual la autorizaba a subir.
Aún no se había apagado la luz azulada del teléfono, cuando ya sonaban unos golpes quedos, casi imperceptibles en el fragor de la tempestad, tímidos. Abrió la puerta y la besó largamente en la boca. Tras lo cual, como despertando, se le adelantó en silencio, cruzó el vestíbulo, el comedor y dirigió sus pasos hacia el estudio. Allí colocó la silla de enea en la posición habitual, junto a la ventana, y le rogó que tomara asiento. Sacó un nuevo caballete sobre el cual reposaba otra tela, donde aparecía esbozado el rostro de la joven.
Ella se reclinó adoptando esa extraña mezcla de arrogancia y embarazo que suele caracterizar a la juventud temprana. Su rostro alargado presentaba cierta angulosidad un tanto viril, compensada por el incipiente dominio de una seducción con carácter muy femenino. Era como si poseyera dos semblantes superpuestos, uno más bien agreste y otro que tendía a la suavidad de las líneas y a la armonía de los tonos. El cuerpo era ciertamente estilizado, aunque lindando con la delgadez.
Guillaume permaneció un rato inmóvil ante la tela, mientras repasaba mentalmente los objetivos que pretendía alcanzar en ese cuadro. Era preciso que consiguiera pintar en su mirada lo que de verdad estaba viendo en ella, la provocación desenfrenada, el desafío en campo abierto a todo lo que nos da seguridad y cohesión, al tiempo que hace de nosotros unos esclavos miserables de la tribu. Sentía que reclamaba su deseo por encima de las leyes sagradas del tiempo y de la moral establecida, le conminaba a que blandiera el mazo del bárbaro y se lanzara sin pensarlo más a la demolición de los pilares y fundamentos que sostienen nuestra civilizada existencia e incluso nuestra visión objetiva del mundo, la potestad indiscutida de Cronos, así como la prerrogativa de devorar a sus propios hijos. Le incitaba al placer subversivo y a depositar tan sólo las fuerzas residuales en las aras del bien común.
Pero en su imagen intuía una libertad mucho más plena, la que se gana al quebrantar el más pesado y macizo de todos los yugos. Ella se encontraba, no se sabe bien de qué lado, junto a esa frontera que separa la adolescencia de la juventud, un terreno árido e ingrato en el que todavía no ha tenido lugar la eclosión de la feminidad, la cual, sin embargo, comienza a percibirse en los alrededores como una fragancia, como una tonalidad que cubre ciertas zonas aún lejanas del paisaje pero no remotas. Contemplándola, oyéndola hablar con voz ligeramente grave, Guillaume experimentaba sensaciones contradictorias cuya conjunción poseía la extraordinaria propiedad de neutralizarle, cauterizarle, secarle ciertas glándulas internas.
De hecho, desde que la conocía, haría cosa de semana y media, había dejado de sentir la necesidad de ir a Le Havre para encontrarse con alguna de las numerosas frutas sazonadas que figuraban en el amplio repertorio de sus amistades y cuyo aroma, en tales casos poderosa e inequívocamente femenino, provocaba torbellinos dentro de su cabeza. Pero en su dominio interno tendría que reinar él como monarca absoluto y ni la más leve contingencia debería hallarse fuera de los límites de su potestad.
Tras la sesión, bajaron a tomar unas copas en un local cercano. En realidad la copa la tomó él, ella se contentó con un zumo de naranja.
-¿Has pensado en lo que te dije ayer?
Las rachas de viento hacían crujir esos edificios típicamente normandos, alzados básicamente con madera. La añeja construcción en la que se encontraban, a pesar de no estar situada en primera fila respecto al mar, rechinaba como un galeón cabeceando en medio de la marejada y la borrasca, halado desde todos sus costados por una incesante vorágine de ráfagas enloquecidas. Guillaume no contestó enseguida, se acercó la copa de calvados a los labios sin dejar de atisbar las jácenas y las vigas como si en ellas se hallara colgado un prontuario de palabras donde elegir las más adecuadas, las que digan lo máximo provocando el menor resquemor posible. Finalmente la miró a los ojos.
-Un hombre de mi edad y una chica de la tuya es sencillamente algo monstruoso. Y al decir esto, no estoy tratando de acompasarme al criterio moral aceptado en la sociedad actual, sino a mi propia noción de justicia.
Se detuvo ahí y escrutó detenidamente el movimiento de sus pupilas, atrincheradas dentro de un iris color ciruela verdal. Ella optó por reír con una risa casi de muchacho insolente.
Guillaume prosiguió:
-Vosotros, los jóvenes de hoy en día, volvéis a atribuir una importancia excesiva a lo que de nuevo llamáis con inflada pompa hacer el amor. Ahora justamente que tiene menos importancia que nunca. Consecuencia lógica de dicha sacralización es el deber indefectible de confesión a la persona amada. Si no he comprendido mal, eso es ni más ni menos lo que pretendes.
-Me repugna la mentira.
-Yo, por mi parte, detesto hacer daño gratuitamente.
-Nos encontramos pues en un callejón sin salida.
-Así parece.
Permaneció callada unos minutos y luego consumió de una sola vez lo que quedaba en el vaso.
-Me hubiera gustado tanto pasar todas estas noches contigo…..Pero veo que tienes razón.
-A lo mejor la razón la tenemos los dos, ¿quién sabe?
Regresaron silenciosos y abrazados al hotel. Se detuvieron ante la puerta de la habitación de ella para despedirse hasta el día siguiente.
En cuanto estuvo solo en la suya, notó Guillaume un leve malestar. El termómetro le confirmó que tenía algo de fiebre. Fue al baño en busca del botiquín, tomó una aspirina y se precipitó sobre la cama, sintiéndose enseguida mucho mejor al abrigo de las cobijas, reconfortado por su propio calor, el cual se hallaba obstaculizado en su huida. Mas el aullido de la galerna no le dejaba dormir. Luego, hacia la mitad de la noche, fue peor, la fiebre debió subir y su mente parecía incapaz de abandonar la estría en la que se había metido, enganchada la mortecina chispa de su conciencia a dos únicas frases que le devolvía sin cesar, en una modalidad de tormento semejante al de la gota de agua:
-Nos encontramos pues en un callejón sin salida.
-Así parece.
Al amanecer tenía la impresión de no haber dormido nada. Con un esfuerzo que le dejó exhausto y mareado consiguió arrancarse de la cama. Tambaleante, dirigió sus pasos hacia la ventana. El tiempo seguía siendo el mismo, la mar embestía con igual furia, rompiéndose una y otra vez contra las rocas. Colocó ambos retratos el uno cabe al otro y se puso a contemplarlos de pie, apoyado en la pared. En sus ojos relucía el brillo oleaginoso de la fiebre.
La vieja fulminaba a la joven con una mirada ponzoñosa, cargada de reproche, como si hubiera contravenido un decreto divino. Ésta se la sostenía con una audacia próxima al descaro.
Guillaume decidió separarlas. Guardó a la segunda en el armario y se dispuso a trabajar con la primera. No podía zafarse de una suerte de rencor particularmente insalubre que aumentaba en la misma proporción con que lo hacía la infección dentro de su cuerpo. Él conocía muy bien la interpretación correcta de ese destello maligno y perentorio que refulgía en los ojos del andrógino ancestral y déspota.
Decidió oscurecer el conjunto, hacer avanzar la noche unos cuantos grados, incrementar el resplandor del fuego.
A media mañana entró Robert con su habitual sigilo de gato negro. Se encontró a Guillaume en la cama, tapado hasta la cabeza.
-¿Qué te pasa?
-Debo haber cogido la gripe, o algo semejante.
-¿Has llamado al médico?
-Sí –mintió.-
Acto seguido, sin más conversación, se fue directo a donde se hallaba el cuadro. En cuanto le echó el primer vistazo pareció afectado por una profunda impresión que le hizo retroceder unos pasos, luego, en un esfuerzo por sobreponerse, adoptó una inmovilidad perfecta y siguió contemplando la tela. Finalmente se dirigió al armario, tomó un pedazo de papel de estraza, envolvió el cuadro y se lo puso bajo el brazo con cierta precipitación no exenta de cuidado. Cuando ya se disponía a salir, quizá convendría más el verbo huir, se encontró con un obstáculo que le impedía el paso. Era Guillaume.
-¿Qué pretendes hacer?
-Ya está terminado. Me lo llevo.
-No lo está. Falta un detalle esencial.
-¿Cuál?
-Eso es cosa mía. Tu cometido es sacarle el mejor partido a los cuadros. El mío es pintarlos.
El tono empleado por Guillaume sólo le dejaba dos opciones, ceder o luchar. Se decidió por la primera, desembaló el cuadro y lo depositó sobre el caballete. Hecho esto, soslayó el cuerpo del pintor evitando mirarle, recogió el gorro de piel y con las mismas se marchó sin deparar una sola palabra más.
Aquella tarde, Guillaume Dutrou subió a trompicones hasta la ermita desde donde observó, sentado en el escalón del atrio, la difícil y peligrosa labor de las chalupas en medio de la tempestad que no amainaba un ápice. Dio un paseo a lo largo del acantilado trastabillando varias veces al borde del abismo y regresó al hotel con los vestidos embarrados, casi cegado por la lluvia y la fiebre.
Tras desnudarse, se metió en la cama tiritando. La afección había alcanzado su clímax.
Por la mañana llegó Robert más temprano que nunca, pero aun así demasiado tarde. Se encontró de manos a boca con Lucie sentada a la cabecera de la cama. Sin apenas prestarle atención a la desconocida y aún menos al enfermo, dirigió sus grandes zancadas hacia el cuadro cuyo dorso se veía en su ubicación habitual, allí su angustia se cambió en horror y en desolación. La vieja había desaparecido, en su lugar se veía una gran mancha negra que cubría toda la tela como la boca de una sima, donde ya no se podía hacer otra cosa sino gritar.
Agarró el cuadro cual si se tratara del cadáver de un niño envuelto en una mantilla de luto y se plantó con él a los pies de la cama.
-Este es el verdadero onanismo –exclamó con voz empañada por la emoción.-
Guillaume no consiguió incorporarse aunque lo intentó, por lo que se contentó con darse la vuelta para tratar al menos de mirar a su interlocutor. No estaba muy claro, a pesar de todo, que sus palabras fueran realmente una respuesta o si se trataba de la prosecución de un delirio.
-Me exigía demasiado. Reclamaba el sacrificio supremo, a cambio de nada.


Texto agregado el 10-05-2009, y leído por 180 visitantes. (1 voto)


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10-05-2009 5 Dacler
 
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