Ya cuando fueron capaces de encontrar los restos de Lucila y mirar cada centelleo fluorescente del sol, no quedaba nadie. Nunca supieron donde se había metido el resto, pero algo hubo entre sus sonrisas que les dio para pensar que había algo más allá, donde la pitia les había dicho que no fuesen.
Merina Düchter mintió en el juicio, y tal vez por eso no quiso atestiguar acerca de Lucila, cuando le preguntaron estaba tiritando y se le caían las lágrimas, solamente respondió que ella no le conocía y jamás había visto la foto de ella en ningún lado. Seguramente no sabía que le buscaban desde hace ya casi un año.
Cuando por fin la encontraron Merina se desmayó, nunca en su vida había visto un cuerpo tan degeneradamente muerto... Ni tan bello. Pasó una noche en el hospital y cuando recuperó la cordura y la noción del día anterior, estaba en una cama desconocida, desnuda.
04 de julio de 2094
Las amazonas estaban en guardia, llevaban varios meses ya cuidándola cuando la oyeron salir, en el centro de la ciudad no había razones para salir a esas altas horas de la noche, ni menos con su traje formal. Por lo general Lucila lo ocupaba para los almuerzos en el juzgado mayor, o simplemente para salir con su madre, constaba de un collar de perlas forzosamente apretado al cuello delicado y gentil, una malla de lino comprimida contra el cuerpo desnudo y que hacía notar sus pechos prominentes, sus pezones endurecidos por el frío, y unas sandalias doradas que usaba en verano.
Las amazonas callaron y se miraron entre sí, no comentaron nada, simplemente replegaron sus armas, se arrodillaron en el suelo e hicieron las venias de despedida. Cuando Lucila pasó, se levantaron, sonrieron. Una sombra detrás de un árbol las hizo girar bruscamente, fue la oportunidad de Merina para huir detrás de Lucila, su novia.
Lucila era alta, casi un metro con ochenta, era delgada, de contextura delgada y firme, pechos redondos y duros, la espalda recta, los labios carnosos y sensuales, los ojos negros, pálida y de cabello negro, de mirada seria y oprobiosa, dulce y agria a la vez; Merina era baja, quizá treinta centímetros menos que Lucila, más pálida que la nieve, boca dulce y roja como las bayas del bosque, de ojos violáceos, obscenos, observadores, delgada, pero fuerte, de brazos duros y pecho pequeño, con salpicaduras color marrón que recorrían su cuerpo entero, tenía el cabello rojo, como el fuego en la cima del volcán Ernel, ahí donde subían las pitias a promulgar sus almas a sus dioses y gritar barbaridades, del volcán donde volvían con una nueva amazona en el vientre.
Merina corrió tras Lucila, por el sendero pedregoso de la calle de las valkirias, ocultándose hábilmente de la luz de los reflectores solares. Vio como ella observaba hacia atrás pendiente de que nadie la mirase, o siguiera su paso, cuando cruzó por el puente de la discordia, el Nachten, y viró hacia la izquierda, al lado opuesto del volcán Ernel.
El puente Nachten era donde ambas se habían visto la primera vez, hace dos meses, luego de que Lucila saliera con unas amigas del Tribunal Superior, alrededor del mediodía. Lo primero que notó fueron sus brazos tan delgados y su altura divina, pensó de inmediato que se trataba de una pitia y huyó, a las pitias no se las veía muy seguido, pero para serlo debían ser las mujeres más bellas de la ciudad. Y en ese momento la considero bellísima. Nadie sabía que hacían las pitias en la cima del volcán, muchas pensaban que se trataba de orgías entre ellas mismas, y que producto de eso nacían nuevas amazonas.
Cuando Merina cruzó el puente y siguió a su amada se percató de algo extraño, de las sandalias que calzaba. Nunca había visto unas así, pero por lo general las ocupaban las pitias para subir al volcán en las tardes, aunque ella aún no se encontraba segura de aquella afirmación. Se quitó sus pequeños zapatos blancos y los dejó a una orilla del camino, bajo unas zarzas. Corrió tras ella por espacio de 5 minutos, cuando la vio detenerse cerca al claro de las ninfas, donde llegaba la vertiente que alimentaba al río. Era una bella fuente de agua, en el fondo se podían ver miles de conchitas de colores que llevaban años, siglos tal vez, y que pudieron haber sido depositadas ahí por las manos de alguna niña, o simplemente estuviesen allí desde que se formó, siendo arrastradas por la corriente de la vertiente que bajaba del monte Rashet, hace mucho tiempo ya.
Lucila se quitó la ropa y la dejó a la orilla de la laguna, cerca de una pequeña cascada, de la cual salía un hilillo de agua desde el fondo de la tierra, y un hálito cálido de las entrañas de la tierra, fuerte, tibio, sensual tal vez. Merina observó su cuerpo de ángel, la vio deslizarse en el agua, vio sus pechos obsesivos surgir y erguirse, endurecerse, provocar un leve placer en las entrañas de Lucila, le vio separar los labios, la vio mirar al cielo… Y a él lo vio llegar desde la otra orilla.
Era un ser alto, fuerte, de tal vez dos metros de altura, pálido, lunar, de cabellos amarillos, de labios delgados, tan fuerte que su alma tiritó y quiso correr donde Lucila, pero no lo hizo porque le vio sonreír, salir del agua, y sentarse sobre una roca, esperando.
Una lágrima se escurrió por la mejilla izquierda de Merina cuando vio que ella lo atraía a sí, cuando la vio quitándole la ropa, cuando vio que ella lo ayudaba a entrar lentamente en su santuario, en ese cuerpo abyecto que le pertenecía. Vio como separó sus piernas duras, largas y pálidas, vio un miembro entrar en ella y hacerla feliz, la escuchó gemir y pedir más, lentamente retrocedió. Ese espacio no era apto para ella.
Deshizo el camino andado y llegó al puente de la discordia…
- Hola… ¿cómo te llamas? – preguntó Lucila con esa voz tan serena, tan justa, tan femenina como nunca antes ella le había escuchado.
- Yo… Me llamo Merina… Merina Düchter… Perdóneme, se que no es mi lugar, me voy… Lo… Lamento mucho. – Cogió su abrigo y corrió, pero un brazo delicado y suave la aprisionó, y la atrajo hacia un cuerpo duro, armonioso. No luchó, se entregó a esos brazos, a ese cuerpo.
- Mi nombre es Lucila, Lucila Ermant, eres muy bella Merina, demasiado como para salir sola. – tocó sus labios con el dedo índice, su cuello delicado, y con la mano levantó su cabeza. El cabello que Merina llevaba atado en una coleta, se deshizo y calló sobre sus hombros desnudos. – Aceptarías acompañarme a casa un rato, te ves asustada.
- Yo no puedo entrar allá, me está vedado… Perdón. – Entreabrió los labios, como cuando se presiente el acercamiento de otros labios, cuando se ha de ser besado.
Cuando sintió sus labios gruesos y rojos sobre los suyos vio el mundo de otro color. Lucila-mundo-sol-ángel-Lucila. Ella lo era todo desde aquel momento. Lo fue todo.
Sintió rodar una lágrima desde sus ojos, desgarrando su cuerpo, su alma. Cortando en trozos desiguales lo que ella había construido. Eso se la había quitado. Y la había hecho feliz.
20 de noviembre de 2094
Pasaron varios días sin verla, varias semanas tal vez que parecieron ser eternas, sin su ángela, sin su diosa caleidoscópica, sin una mano sobre sus labios delicados. Sin vida, sin voz. Hasta que la llamaron del juzgado para hablar con ella.
Merina no tenía idea de nada, ella después de huir no la volvió a ver más, sin embargo, temiendo algo peor negó todo, negó conocerla, negó cada día con ella, incluso saber que era jueza en dicho juzgado.
Nadie había visto jamás a Merina por los aposentos de Lucila, así es que nadie dudó en primera instancia de la veracidad de sus palabras, por lo que el juicio quedó estancado hasta que encontraron a Merina en casa de Lucila, recogiendo un criptex violeta, la tarde del día 23 de Noviembre del año en cuestión. Cuando le preguntaron el por qué de su visita al domicilio de Lucila, calló.
Ese mismo día y gracias a las indicaciones que dio Merina, las amazonas de guardia llegaron al estanque de las ninfas y encontraron el cuerpo de Lucila, ahí donde las conchitas destellaban alegría, amor, armonía, yacía el cuerpo triste y frío de Lucila Ermant, desnudo y con heridas a lo largo del cuerpo, con el vientre cortado en pedazos, con algo sangriento y pequeño flotando a su lado. Merina desmayó.
21 de noviembre de 2094
Cuando despertó estaba en una cama desconocida, sin ropa, asustada. Recordaba todo de manera vaga, pero había cosas que le parecían sospechosas, la muerte de Lucila, el criptex con el contenido dentro…
Asustada cogió el criptex y lo abrió, tomó el rollo de su interior para leerlo:
Esta es tu última semana. Aprovéchala, ya que no podemos darnos el gusto de que conozcas nuestro secreto. Lo que viste es un hombre, uno de los últimos descendientes masculinos de la raza humana, el complemento natural de la mujer, el que es capaz de hacer nacer de nosotras más mujeres, perfectas todas, guerreras y perfectamente diseñadas. Por esta razón no podían ir al volcán, sin embargo tú, con tu belleza, puedes arruinar todo, desde ahora nada sabrán de nosotras, y su perfecta civilización acabará.
- Lo leíste al fin… - Merina saltó, recordaba el placer de un cuerpo humano, más grande que el que le daba Lucila con su belleza sobrehumana, infinitamente más grande, más fuerte, más sensual, más ardiente y feroz, sintió su mano sobre la suya, un cuerpo infinitamente bello, no era el hombre anterior, este era ella, ella perfectamente hombre, el complemento perfecto adecuando naturalmente a su cuerpo.
- ¿Quién eres?
- Yo soy tú… Un hombre para ti… - Y la acarició entre sus brazos pálidos, sobre su pecho fuerte y duro, y ella sintió que una oleada de felicidad la invadía, sintió que por una vez en su vida le pertenecía a alguien, se sintió mujer.
Luego de vacilar un rato preguntó donde estaban, que por qué había ocurrido todo. Descubrió por qué Lucila murió, que eran las pitias celosas quienes la habían exterminado, quienes furiosas por su sobrehumana belleza, la habían eliminado de su camino. Y cuando supo que por fin estaba a salvo, que ese ser tan ágil había estado cuidándola desde siempre y que no la dejaría, cuando vio que más mujeres en la calle tenían alguien para sí, el complemento necesario para la vida, entonces y sólo entonces, con la voz más sensual que de sus nuevos labios salió, esbozó una sonrisa pálida y roja a la vez, y mirándole a la cara, a aquel hombre infinitamente bello, eternamente suyo, recordando aquellos días de soledad y frustración en brazos de Lucila, cuando fue capaz de enterarse de la verdad primigenia, cuando tuvo las armas para defenderse de un mundo extraño al que desde ahora pertenecería y del que no iba a partir, pudo decir, con la respiración apresurada y el corazón latiendo como nunca antes:
- Yo soy tuya, protégeme. |