Me gusta la sencillez de una gota de agua. Me gusta su nitidez, su frescura y transparencia. En los días de lluvia suelo observar como resbalan por el cristal de mi ventana. Todas tan diferentes, y sin embargo iguales en esencia. Siempre me han parecido, exquisitamente elegantes.
Hace unos días fui invitada a una importante cena de entrega de premios a varios escritores, entre los que estaba incluida. De esas a las que me veo obligada a acudir. Algunos de los asistentes a ella eran personas relacionadas con la política, la cultura, y por supuesto, las artes… Y allí estaba yo, entre todos ellos, acompañada por un buen amigo escritor. No me gusta acudir sola a este tipo de “celebraciones”.
Durante varios días le dí vueltas a lo que iba a ponerme para la ocasión. No podía aparecer con el mismo vestido que la última vez, porque seguramente habría quien se percataría de ello y no tardarían en comentar que aparecí con el mismo vestido de hacía ocho meses atrás. La cuestión es que le pedí a mi querida amiga Silvia, gran entendida en estos temas, que me acompañara a comprarme algo que ponerme para esa noche. Después de pasar por una decena de “boutiques” y de haberme probado más de una treintena de prendas, mi monumental enfado por no encontrar nada a mi gusto y de razonable precio, hizo que desistiera del intento por hacerme con uno de esos modelos exclusivos de firma. Sí, de esos que te cuestan el sueldo de dos meses y que justificas diciendo que es de diseñador. A menudo me pregunto; ¿no debería pagarme a mí el diseñador por lucir uno de sus modelos? Al fin y al cabo, soy una persona pública, de conocido nombre (llamémosle “marca”) y buena reputación (llamémosle “etiqueta”). En fin, el caso es que después de desistir, decidí que llevaría el mismo vestido que la última vez, pese a los malintencionados comentarios de los eruditos en diseñadores y marcas. Ya llegando a casa, en una de las pequeñas calles -entre Diagonal y Córcega- Silvia y yo nos topamos de bruces con una de esas pequeñas tiendas por las que pasas muchas veces por la puerta pero nunca adviertes que está ahí, hasta que de repente ves que en el rincón del minúsculo escaparate, una maniquí lleva puesto el vestido que tú necesitas. Y entras. Y te lo pruebas. Y te sienta de maravilla. Y es cómodo. Ni demasiado recatado ni excesivamente generoso. Tanto el color como su corte, favorecen. Es elegante. Es sencillo. Es mi vestido de 69 euros. Su diseñadora, se llama “Trini Jiménez”, que es, al mismo tiempo, la joven dueña de la tienda. Sin duda, ese sí era mi vestido.
Y llegó la noche de la cena en uno de los mejores restaurantes de toda Barcelona. Se charló, se cenó, se tomaron exquisitos vinos, pero como yo no bebo -y mucho menos si he de hablar en público- me trajeron una carta de aguas para que escogiera entre más de veinte variedades y precios, a mi parecer, excesivamente excesivos. Como la elección me estaba pareciendo -más que dificultosa- ridícula, decidí pedirle al camarero, simplemente, H2O. Supongo que no esperaba la respuesta que le dí, pero atendiendo a mi petición, me sirvió, por fin, agua en un limpísimo y reluciente vaso. Y mientras saboreaba, sedienta, su contenido, me dí cuenta de que todas las personas allí presentes, vestían de firma de arriba abajo. Absolutamente todas. Todas, menos yo. Ni siquiera soy capaz de hallar la diferencia entre un original y una imitación. A algunas de ellas, no sé reconocerlas como “marcas”. Fue entonces cuando empecé a pensar que demasiadas personas teníamos la absoluta convicción de que, para ser alguien en esta sociedad, en este mundo de hoy, necesitas tener, poseer o vestir “de marca”.
En un momento, durante la cena, la esposa del concejal de cultura se acercó a mí para felicitarme por el magnífico vestido que lucía, y luego por el premio que me habían otorgado. Su curiosidad, la llevó a la siguiente pregunta; el nombre del creador de tan maravilloso modelo. Entonces le expliqué con todo lujo de detalles, cómo y dónde había adquirido el vestido. No pudo disimular su asombro y sólo atinó a decir que, para tratarse de una prenda de esas características, verdaderamente se me veía muy elegante. Yo le respondí que, la elegancia consiste en no tener que demostrar, mediante marcas ni etiquetas, cuan elegante se es. Y concluí diciendo que, la elegancia es la sencillez con la que se viste una gota de agua.
Evidentemente mi respuesta la incomodó. Dio por finalizada la conversación y regresó a la mesa junto a su marido. Aquella noche, en lugar de hablarse sobre la vulgar procedencia de mi vestido, se habló sobre mi desairado comentario y mi pedantería.
Vestir de Dior, Armani, Versace, o Trini Jiménez, no me convierte en mejor persona, ni me hace sentir mejor o más especial. Mi marca es mi esencia, y mi esencia son todos los valores que desde niña he asimilado a lo largo de todos estos años de vida. Mi marca, es esta piel que visto todos los días, no lo que llevo sobre ella.
¿Saben cuantas personas mueren cada minuto en el mundo de hambre y frío? No, claro que no lo saben… porque no interesa que se sepa, ya que con ello no se venden caros perfumes, ni caros complementos, ni caros trajes...
Creo que desde esa cena -o puede que mucho antes- declaré mi guerra personal hacia las marcas.
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