...La conquista de las carnes no perdió su encanto, por el contrario, todo lo había ganado, pues cocinarlas, empezó a convertirse en un desafío que empardaba al primero. Sus bocas se regodearon con bocados como: cola de yacaré ácida, adobada con pimienta verde, cascara de limón y tomates secos; lonjas de dorado, en manteca negra, y estragón; puré de batata y seso de tití bigotudo; churrascos de tapir, con cebolla roja; pato al oporto; pechugas de loro, saltadas en ajo; y croquetas de caracoles, setas y algas. Pero sin duda el plato preferido por todos fue el más cotidiano, aquel con el cual Bernardo se ganaba los aplausos de sus compañeros. El mismo era simple, pero por más que otros siguieran sus mismos pasos, a ninguno le salía igual que a él. Este sencillo acto lo llenaba de un secreto orgullo. La consistencia del manjar detentaba un equilibrio justo entre el guiso y el puchero, se comía tibio. A las verduras, introducidas por etapas, se las podía consumir desechas, a modo de puré, o firmes. El proceso de cocción de las carnes también se realizaba por etapas, para que las más duras, imiten a las más tiernas. Las mismas variaban según la partida, podía esta compuesto por: nutria, anguila, pacú, pitón, patitas y lengua de cerdo salvaje, cobayo, jabalí, lagarto, moncholo, ganso, comadreja o murciélago.
La digestión nunca fue un problema, el exceso no se imponía como tal en esa tierra, todo en ella era exceso.
La sobremesa aventuraba largas charlas, pero nunca en todo el viaje hablaron de la causa del mismo. Era una tertulia con características rituales, después de depositar la vajilla en la jaula construida por Agosto y tirarla al río para que se lave, Patricia preparaba una jarra de café. Sobre la mesa, una única taza, albergaba el líquido que todos compartían pasándoselo de mano en mano. Nunca faltaba la botella del precioso licor al que cada uno le encontraba un sabor diferente. La pipa también formaba parte del rito, esta se había hecho presente con la pantomima realizada por Vilca, en la cual había imitando la alegoría cinematográfica de su gente. El gusto de fumar aquel delicioso tabaco que el indio sabía adulterar, resucitó el misterio del humo. Solo la prendían de noche, con las estrellas como testigos, cuando el color del río se teñía de rojo bajo la luz de la luna, imitada burdamente por el pálido fuego que encerraban los faroles a kerosene. Rojo que emergía de una tierra que transpirara sangre.
Los días fueron alternando sopor y lluvia, vivían húmedos, en simpatía con el medio. Fue un tiempo donde se conocieron profundamente, verdaderamente. Sus efusiones se mezclaron, uniéndolos de un modo concreto, directa o indirectamente todos compartieron aquello que se desprende del cuerpo, eso que nos abandona, que se transforma antes que nosotros mismos, esa forma de morir por anticipado. Los cinco experimentaron en su propia carne la entrega inconsciente del otro, así se selló su sangre, no con palabras sino con materia: Saliva, flujo, caspa, lagaña, menstruación, pelo, orín, mierda, semen, moco, cera, sudor, uña, lágrima. Transpirados, líquidos bajo el sol de sus veladas paganas, sin más testigos que la selva y ellos mismos, inmorales como la vegetación que los aprisionaba. Primavera de los sentidos, habitada por una inmensidad de dinosaurios multicolores, alterados por los milenios, loros de plumajes brillantes y melodías Ivesianas que rebotaban entre los troncos y las naranjas salvajes multiplicando la obscenidad.
Fue con ellos como era en un principio, antes de la civilización. Agosto no podía dejar de pensar en eso, le resultó increíble que esa palabra «civilización» sea sinónimo de prosperidad, de evolución; si las bestias que los rodeaban se hubieran civilizado no existirían ya. La civilización se le presentó más amiga de la muerte que a la vida. Acaso no estaban ellos persiguiendo los albores de la civilización, la infancia de esta, donde los hombres de una comunidad primitiva se empezaban a preguntar por el después y así dibujar un alma inmortal capaz de trasladarse a otros cuerpos y hacerlos suyos como en un fluir de energías universales. En qué degeneración amorfa se había convertido aquel paradigma. Había que ir hacia atrás, antes del sacrificio y la herejía; antes de la religión que ordena, prohibe, proscribe, e inmola; antes que la sociedad que ejecuta su plan de mecanismo entregando a cambio una utopía de futuro que tendrá recompensa en el más allá.
Estaban tras los huesos de un muerto, viviendo un abuso, persiguiendo un sin sentido que a su vez les daba sentido a sus días, habían cambiado de utopía, nada más. ¿Quién podía decirle que la suya no era valida? ¿Cuál de todas lo era? Si todas eran un fracaso, un intento inútil de felicidad; los objetos, la lucha contra la decrepitud, el amor en la salud o la enfermedad, la obtusa tecnología y su promesa de confort y facilidad, la sociedad solidaria con su propio ego, la visita esporádica de la descendencia a la espera de la muerte y el dinero.
La esperanza se le presentó sin sexo, educada e ilustrada, experta en criticar y torpe para construir. Charlatana, compleja, amante de la poesía, de la nostalgia de lo imposible; artista y bella. Siempre preguntándose lo mismo, en todos los idiomas, y con cientos de respuestas poco convincentes.
¿Qué hay después de esto? Después de esta vida.
Esa misma noche llegarían al puerto donde los esperaba su contacto, él tampoco tenía respuesta para la eterna incógnita, ya no se esforzaría en buscarla. Empezó a sentir un dolor extraño y la herida de la mano le sangró como un estigma, inevitablemente se tenían que separar, los días de encanto terminaban. La pasta que los pegoteaba era ya una gelatina que se derretía ante el primor de los compromisos, otra vez en guerra con la historia. Se dio cuenta que estaba extrañando de antemano pero no le importó, recordó a Asunción, y la memoria la trajo de regreso, la volvió a ver, hermosa entre las totoras, nadando desnuda, jugando con las ranas a ser rana, y río.
Isabel no le quitó los ojos de encima a Agosto, estaba intranquila, este parecía querer tirarse al agua, había fumado demasiado. La impronta de una coincidencia alteró su percepción, los momentos se cruzaron, la voz que escuchó cantar por el auricular del teléfono la noche que creyó a su hermano muerto sonaba con interferencia en la radio del barco. Movió el aparato para mejorar la recepción y al hacerlo se reveló presa de un aroma del pasado. Un símbolo que se repetía a pesar del tiempo y la distancia. ¿Quién era esa cantante? ¿De donde sacaba esa queja exiliada del cuerpo? No era la misma canción, esta la conocía «Tinta Roja», uno de sus tangos preferidos. No intentó doblar la voz como de costumbre, sólo escucho atenta la furiosa interpretación. La eme de malevos se extendió hasta la impaciencia, hasta el abrazo del último verso. Isabel sintió que un pedazo de su corazón también trasnochaba bajo el cielo de raso. Otro cielo, uno más negro, ese que la mimaba en una ciudad sin luna.
En la orilla, el hombre de traje claro la esperaba, sus rasgos apenas sensibles por la penumbra, recibían la marchita luz que le entregaba el reflejo de los faroles y el fulgor del cigarrillo que sostenía sus labios. Junto con la bocanada de humo, su gesto se volvía esmerilado y su belleza ofrendaba deformidad y melancolía...
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