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Sentada en el templo de Venus

Una ley infame no puede ser redimida por la recompensa de una sabia.
El solo recuerdo de Babilonia me traslada hasta sus fuentes, sus plazas, sus terrazas, su puerto de barcos redondos; gracias a los cuales la conocí desde sus márgenes, hasta el día que nos internamos en su corazón. Sin saber cómo, fui convocado por una inmensa soledad, y desperté con el río cuando ya los dos se habían convertido en navegantes. Los hermanos armenios se dirigía a esas tierras a vender vino de palmas, nuestra historia juntos fue extensa, en mi estado latente no puedo calcular tiempo alguno, solo puedo decirles que cuando los vi por primera vez sus rostros estaban llenos de la primera sangre, aquella que no les pertenecía. De la última solo recuerdo sus lágrimas recorriendo los primeros surcos de la piel; la sonrisa y el esfuerzo; la tierra pegada en los extremos babosos de unos labios adultos; los ojos fijos; los músculos tensos; y luego, el descenso del almíbar de sus entrañas. Me fui con el grito del segundo.
Navegaba río abajo con una pequeña embarcación, él y su hermano. Este último no había pronunciado nunca una palabra, aunque escuchaba a la perfección. Este hecho no le impidió desarrollarse normalmente, se manejaba con un lenguaje gestual acotado y preciso, al cual su hermano respondía con la misma armonía. Su vida era la del comercio, compraban en Armenia, vendían río abajo, en Babilonia. Armaban el barco de tal manera que no tenía ni proa ni popa, como una cáscara de nuez; con varas de sauce fabricaban un esqueleto liviano al cual forraban con cuero de animales, cosidos de tal manera que al agua le era imposible penetrar. Luego lo cargaban con géneros, heno, vino de palmas, y un asno que los traería de regreso ya que era imposible volver a Armenia navegando río arriba, pues la corriente es extremadamente rápida. Ya para navegarlo en su cause normal hacía falta manejar a la perfección las técnicas del paleteado. El comercio en las ricas tierras babilónicas era muy rentable, pero arriesgado. Muchas fueron las vidas que el torrente arrebató a mercaderes inexpertos. No era cosa sencilla ir acomodando los remos como si fueran extensiones mismas de los brazos, sin cansarse, la marcha del río no se detiene; permanecer parado nivelando la nave, obedeciendo al flujo incansable, bogando uno hacia adentro y el otro hacia fuera de manera intermitente y acertada, solo los que había mamado de niños el temperamento de aquellas aguas, podían entenderlas, nunca gobernarlas. Los hermanos penetraban en el ánimo del río, pues en él se habían criado. Su padre había recibido la bendición de los gemelos horas antes de partir, la madre se fue con el último pujo. Los sé. La vi partir llorando. Sobrevivieron de milagro a base de leche prestada y un caldo de semillas que preparaba una mujer sin edad. Cuando cumplieron los cinco años se subieron al barco por primera vez. El defecto del segundo no era bien recibido por las niñeras, generaba habladurías y supersticiones, así que el padre cansado de miradas turbias y estafas decidió tenerlos con él. Pronto, en si primera adolescencia, se tuvieron que hacer cargo del negocio, tras la desaparición de su padre en el puerto de babilonia. Este se había internado en la ciudad para cerrar un negocio importante y no volvió. Lo esperaron dos semanas, hasta que un grupo de soldados ebrios intentaron aprovecharse de su juventud. Un compatriota los ayudó a escapar, y solo tres regresaron por aquel camino que tantas veces habían recorrido los cuatro. Los dos hermanos y un viejo burro llegaron a Armenia, allí los esperaban los vendedores, allí comenzaba su primer viaje de regreso a la tierra que los había dejado definitivamente huérfanos. Ambos se juraron en silencio no adentrarse nunca en el corazón traidor de Babilonia.
El negocio prosperó con los años, extrañamente la imposibilidad de hablar del segundo resultó beneficiosa, ya que los compradores no regateaban los precios, creyendo que el hermano mudo, lo era a causa de su supuesta sordera, este escuchaba indiferente todo lo que alrededor de él se hablaba, usando la información para su beneficio. Así se enteró que el vino de palma que traían era el más codiciado, que hasta el propio rey tomaba de el sin servirlo siquiera en copa, directo de la tinaja, ya que decía que el recipiente de oro estropeaba su sabor. Supo reconocer a los revendedores, y a los comerciantes adinerados, y una vez impuestos sus valores sólo se hacia el sordo. Beneficiado por la fama de sus productos no se dejaba amedrentar por nadie, sabía que si alguien se alejaba, quejándose de sus precios exorbitantes, aparecía otro atrás, dispuesto a pagar el doble por tener la exclusividad del cargamento. Era dinero bien invertido, ya traía sus recompensa a la hora obsequiar al monarca. Las transacciones duraban solo una mañana, mientras los caballeros más respetados se peleaban por el vino, escupiendo groserías ante el presumible sordo; el gemelo, descosía en horas, los cueros que habían llevado días unir. Eran en esos momentos donde nuestras almas empataban, cuando sus sentidos me convidaban un poco de olor a puerto, de ardor salado en los ojos, y de la excitación de sentirme rodeado de cuerpos. Durante el trayecto en barco, mi luz se trasladaba de uno a otro, como por un puente inmediato que siempre nos mantenía unidos; en puerto prefería estar con el primero, este a pesar de tener el don del habla, era el que más se resistía a vincularse, su introspección me liberaba. Una vez desarmado el barco, sacaba a la venta las varas de sauce, que eran adquiridas por los arquitectos para la construcción de solares; las damas era con quienes más hablaba, pues estas le exigían que les explique los procesos a los que se había sometido a esos géneros tan finos, envueltos en grandes hojas secas, y puestos a la venta lejos de los arrebatos de los catadores de vino; el heno lo compraban los jinetes para sus caballos de salto. Así que solo quedaba de aquel viaje un burro cargado de cueros mojados y una bolsa llena de metales. Después de un pequeño refrigerio, los gemelos partían con su jumento por el mismo camino que habían transitado durante años, el que usaban todos los navegantes; lejos de los peligros de lo desconocido, bajo la protección de los soldados acomodados, que cobraba un precio alto para garantizar la seguridad. Su tierra los esperaba río arriba, nadie más. La vida nos había enseñado la rutina, y como las aves migratorias, siempre sentíamos nostalgia de regresar al lugar donde no estábamos.
Ese mediodía no iba a ser así.
El burro permaneció quieto mientras lo cargábamos, pero algo no encajaba con su fisonomía habitual, el humor de sus ojos denotaba un brillo diferente, y el miembro descomunal permanecía erecto, para sorpresa de las damas, que al verlo se tapaban la boca, apresando la sonrisa y la fantasía. Tapado hasta el lomo con los cueros, su cuerpo representaba fielmente el papel de una bestia mitológica de cinco extremidades, cuerpo de elefante y cabeza de asno. Cuando el mudo tiró de la cuerda para emprender la marcha la figura toda se desplomó. Los hermanos descubrieron prontamente la maldición, cubierto por las pieles de otros animales muertos yacía el cuerpo uno joven, totalmente vaciado de órganos, solo osamenta y pelo; los parásitos habían realizado su trabajo a la perfección, en solo horas. Por suerte un tumulto generado por una pelea callejera desvió la atención de todos hacía el punto opuesto, los dos se apuraron por esconder el cuerpo, y acomodar los cueros en un refugio de lluvia, los babilónicos eran muy supersticiosos en temas de pestes, y verían en aquel animal un mal presagio. Ambos se confundieron entre la gente hasta que el mercado se vació, nadie vio nada, pues solo eran visibles quienes tuvieran algo que ofrecer, nadie prestaba atención a la gente, solo a las cosas. Esperaron la noche y tiraron el cadáver al río, este como siempre los favoreció y se lo tragó súbito. Durmieron sobre los cueros húmedos y partieron a la mañana rumbo a la cuadra que se encontraba tierra adentro; el soldado que se quedó encargado de mirar que los cueros sigan ahí a su regreso, les había dicho que tendrían que cruzar toda la ciudad para llegar. No era que en el puerto faltaran animales a la venta, pero su precio era cuatro veces mayor al ordinario, y no estaban dispuestos a ser estafados.
El trazado urbano parecía haber sido diseñado por una araña, las diagonales desembocaban en plazas de colores, inmensos jardines donde se congregaba el pueblo; toda la arquitectura era maravillosa, con sus ojos vi lo inimaginable, me enamoré de la belleza, de la magia de los artistas y las palabras de los sabios callejeros. Nos perdimos inmediatamente y la noche nos tomó por sorpresa, como metidos en un sueño, en un laberinto; el tiempo, instrumento cuyo uso he abandonado, solo pasó. Los bancos de la plaza nos ofrecieron la posibilidad de una tregua. Cuando despertamos el remate había comenzado, su condición de comerciantes les rebeló las reglas de inmediato, y ya no solo quede fascinados por su arquitectura, sino también por el funcionamiento de su justicia. Los rumores de sus particulares leyes eran corrientes, ahora la evidencia de los hechos nos confirmaba aquellas voces, decidieron quedarnos pues sabían que aquel acontecimiento solo sucedía tres veces al año. Más de quinientas doncellas en edad de casarse se congregaban detrás de un gran escenario, al frente en las escaleras del anfiteatro, los hombre acomodados cómodamente debatían sobre sus virtudes, y sobre todo, sobre sus precios. El pregonero encendía al público con ardientes clamores y gestos lujuriosos. Las mujeres eran vendidas comenzando por la más bella de todas, y su valor ascendía avivado por la sensualidad con que las mismas se ofrecían y el afán de los hombres en parecer generosos. No eran adquiridas como esclavas, sino como esposas. Los compradores más ricos, que se hallaban en condiciones de casarse, se quedaban con las más agraciadas; los más pobres, con las más feas, y hasta las con las contrahechas, estos recibían a cambio un porcentaje de la venta de las más lindas como dote de su futura esposa. Así funcionaba la justicia que equilibraba la balanza; los ricos lo eran un poco menos, los pobres también; las mujeres más bellas ayudaban a las menos favorecidas, y ambas se casaban con sus compradores. Este compromiso era ineludible, y a quien no lo aceptaba, mediante la fuerza pública, se le quitaba la mujer, y la dote, sin derecho a reclamo. Todos cumplían con esta ley, así que ningún padres podía colocar a sus hijas a su conveniencia. Ese año se le había prohibido comprar a los extranjeros, ya que muchas doncellas se vieron perjudicadas al ser alejada de sus seres queridos y algunas fueron prostituidas en tierras donde la ley babilónica no puede intervenir. De no ser así los hermanos, encendidos por la euforia del momento, hubieran entregado gustosos todo su dinero a cambio de alguna de esas preciosas ninfas. La fiesta se extendió hasta la noche, ambos habían olvidado el apremio por conseguir un animal para marcharse, habían olvidado su juramento, y bebían aquel vino de baja calidad sin recordar el sabor del suyo.
El mudo lo despertó apenas amanecía, lo tomó del brazo con fuerza arrastrándonos, a unos pasos de la improvisada cama se encontraba un mendigo, el rostro, aunque envejecido, no dejaba lugar a dudas; habían encontrado a su padre y esta vez fueron ellos los que le abandonaron, asustados por el presagio de un futuro idéntico. Corrieron como perseguidos por una fiera, el pasado suele ser muy peligroso, lo sé. Las calles se sucedían sin fin, la gente comenzaba su día y los miraba sorprendidos, pronto se dieron cuenta de la estupidez de su carrera y se detuvieron. ¿Cuánto habían corrido? No lo sabían, no había escapatoria, de eso estaban seguros.
Un hombre, sentado en el centro de la plaza, realizaba la misma rutina desde hacía años, junto a él, un niño ejecutaba un extraño instrumento de cuerda. El padre no había perdido las esperanzas de oír hablar a su hijo, y como era costumbre de su pueblo, toda persona enferma era expuesta en los lugares públicos, y todo el que pasara por ahí estaba obligado a preguntarle por su dolencia. No había médicos entre sus habitantes, pues todos lo eran potencialmente, así, si alguno conocía la cura del mal, sólo tenía que acercarse al enfermo e indicarle cual era el remedio. El mudo se acercó a escuchar la música, junto con esta, le llegó la voz del padre, que le contaba a un hombre la afección de su niño. Se enteró que este nunca había hablado, aunque escuchaba perfectamente, ya que ejecutaba varios instrumentos de cuerda con virtuosismo, como era evidente, la música era su único entretenimiento desde que tuvo uso de razón. El don lo heredaba de su difunta esposa, esta había muerto en el parto. Su hermana mayor lo había criado con su propia leche, ya que unos días antes de la trágica muerte de su madre había dado a luz un hermoso varón sietemesinos, este último, mayor que su tío, no tuvo inconveniente alguno en el desarrollo, así que la causa del mal que atacaba a su hijo tendría que tener una cura. El mudo se sentó frente al niño a escuchar las frases improvisadas, lo abstrajo su lenguaje propio, disonante y bello. Los sonidos lo transportaron hasta el día que vio por última vez el rostro precioso de su madre, muerta; y antes cuando escuchaba su voz asordinada por el líquido, cantándole a los dos; recordó el ritmo intenso de su corazón, luego el de los tres corazones, y otra vez la melodía del niño, componiendo una música de tiempo infinito. Lloró, lo sé porque estuve ahí, con él, siempre, como el primer día. Sin siquiera pensarlo se acerco al niño y le dio un largo beso en los labios, el padre, escandalizado, lo sacó de un arrebato; el mudo cayó, y despertó de su ensueño. Fue en ese mismo instante cuando el chico, como si nada, le preguntó al agresor porque hacía eso. El hombre no dio crédito a sus oídos y reculó desconcertado. Cuando quiso dar gracias, los hermanos ya habían partido, cayó de rodillas sobre los pies de su niño y se puso a llorar, mientras, escuchaba por primera vez la voz de este, dialogando con el extraño que se había interesado, en un primer momento, por la razón de su infortunio.
La carrera disparó un frenesí, rabioso, violento. Chocaron con todo lo que tenían a su paso, no podían parar. El mudo, adelante, persiguiendo un pasado que no volvería a ser. El canal de parto le daba esta vez a él la oportunidad de salir primero, de no ser el asesino que se lleve el último dolor. Atrás, su hermano, desesperado por el horror de saber que podía perder lo único que tenía en este mundo, aquel otro, que también era él. La arquitectura imponente le puso un freno. El hermano mayor, cegado por el sudor, atropelló, en el vértigo de la carrera, la espalda de su gemelo; lo abrazó fuerte para que no se le escape. Le dijo que no era su culpa. El mudo no contestó.

Sentada sobre las escaleras del templo de Venus, llamada Mylitta en esas tierras, la muchacha esperaba que algún hombre se digne a poseerla. La ley la favorecería el día que la desposen, pero antes, como toda mujer babilónica, debía cumplir con el tributo sagrado a la diosa, entregando su cuerpo a cualquier forastero que la elija. La amputación de sus piernas le asegurarían, en un futuro, un buen capital a ella y a su esposo, su defecto la ubicaría entre los últimos lugares del remate; pero la llave de su celda no se presentaba. En los seis años que llevaba sentada en la entrada al templo, había pasado por todos los estados de ánimo: impaciencia, odio, vergüenza, frustración, desesperanza. Ya no lloraba por las noches, se retiraba, ayudada por alguna de las mujeres, hasta el reparo de un dátil, a recordar los cuerpos desnudos que disfrutaban del sexo y la libertad. Libertad que se conseguía sin negativas, ofreciéndose a quien arrojando la suma que fuese, y pronunciase las palabras: “Invoco en favor tuyo a la diosa Mylitta”. Las más bellas quedaban libres en pocas horas, y hasta elegían solapadamente al amante con quien copularían; las más ricas escoltadas por una corte de criados, esperaban en su carruaje, cerca del templo, al hombre seleccionado de antemano; pero las menos agraciadas tenían que valerse de otras armas para no pasar temporadas a la intemperie, desesperando por su turno. Nadie podía negarse a cumplir la ley, sin condenarse a una soltería teñida de la amarga comprensión del desprecio. No se resignaría a eso, nunca, prefería morir ahí, a ser humillada de por vida. A pesar de su juventud, era la más vieja entre las que aguardaban. Su rostro era el de un ángel, sus facciones contenían un justo equilibrio entre lo masculino y lo femenino, su cuello largo transitaba dócil hasta la frescura de sus senos, deseables detrás de la transparencia de las telas; pero su condición le restaba posibilidades; entera habría sido la más deseada, pero la realidad sólo mostraba medio cuerpo para ofrendar. Aquella madrugada su estrella se había dejado ver, desafiando el brillo del sol, una señal que se había presentado otras veces, una razón para atar el alma a la vida, para seguir resistiendo el desprecio. Con el correr de las horas sus esperanzas, se fueron convirtiendo en desdén, el día se burlaba una vez más; ante sus ojos decenas de mujeres se desnudaban, y el sol del mediodía saturaba de brillo las nalgas masculinas. Ella, como siempre, seguía ignorada.
El mudo creyó estar presenciando un espejismo. Se liberó de las garras de su hermano que lo sofocaban, sus pulmones no le alcanzaban, sus ojos tampoco. El primero lo soltó, y se limpió el rostro deformado por la carrera. Recuperados, se acercaron lentamente, y contemplaron con la boca abierta lo que para ellos era una orgía brutal. En sus tierras las mujeres iban tapadas de pies a cabeza, y sólo se desnudaban en la fantasía de las aguas de su río. En él era donde las poseían, donde daban vida a aquellas historias que habían escuchado en las plazas, censuradas a propósito por los contadores de cuentos, que dejaban los detalles librados a la imaginación. Pronto se dieron cuenta que aunque las posiciones con las que se realizaba aquel ritual podían ilustrar las de todo el reino animal, las parejas consumían su fuego de forma independiente, y que una vez terminado el acto, la mujer profería unas cortas oraciones y se alejaba del templo de buen semblante. Algo de rutina había en aquella ceremonia, como la jornada de una feria.
Desde una distancia incitante, la media mujer divisó a los gemelos, y algo en su cuerpo se disparó, fue en ese instante que volvió a sentir el calor de sus piernas, el recuerdo de lo ausente movió sus manos hasta el fantasma. Las miradas se cruzaron en un vértigo, los tres se vieron al mismo tiempo. Ellos lo compartían todo. Supieron que esa mujer podría darle lo que otras le negarían. La delgada mano realizó un movimiento perfecto, entrenado durante años. Todos la vieron, en aquel lugar nadie dejaba de observar nada. La invitación fue correspondida. El mundo se detuvo, algunas retinas los increparon con una envidia destilada; otros sostuvieron su impronta prolongando un final, cebados por la escena, comulgando con su ritmo, grabando en sus mentes la contemplación del bálsamo que vencería la frigidez y la impotencia. Ninguno se opuso a la triple unión, a la doble penetración. Ninguna ley lo prohibía, ninguna lo imaginaba. La ofrenda jugaba con sus propias reglas, sólo la diosa podía cambiarlas.
La sangre hervía en los tres cuerpos, los cocinaba en un abrazo de carne, en ardor de un amor olvidado, recuperado.
Por un momento fuimos uno. Allí los deje.

Texto agregado el 09-05-2009, y leído por 178 visitantes. (0 votos)


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