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Los dolores del fuego

La persuasión más eficaz siempre fue la violencia.
Ella le puso las manos entre los muslos desnudos, y dijo: «Ahora tienes lo que tanto deseas» El miembro apareció, se trazo nuevamente su forma curva, su vena central, su erección instintiva y brusca, incentivada por el contacto con la pequeña caricia, femenina, suave; el vértigo se apoderó de él nuevamente. Ella lo sabía, conocía el carácter de las bestias, su olor rancio, su fuerza estupenda. La segunda vez no le dolió tanto en el físico, sino en el alma. Se sintió humillada por la presencia de aquellos hombres disfrazados de negro, dueños del negocio de la vida, libres para acusar de bruja, de hereje, de hechicera, a toda joven que se negara a complacerlos, o que simplemente osara mirarlos a los ojos. Esos mismos ojos que podían ser engañados con un simple conjuro heredado de las sobrevivientes, las que se ocultan bajo el manto de la sumisión y la desgracia. Todo estaba ahí, siempre estuvo ahí, ella no tenía el poder de hacer desaparecer nada, era sólo una aprendiz que podía atontar los sentidos exteriores, esos que traicionan al hombre, haciéndolo imaginarse caballo o chivo. Una simple operación en la memoria, en la imagen, en la razón.
Ellos, esperando que la bestia termine de desgarrarla, disfrutando de antemano el olor a carne quemada, a desnudez, impuesta por el fuego que incinera las telas que cubren el cuerpo, el pudor, que seca la piel. Corrompida sobre la mesa, violada por su propia sangre, la del bastardo impune que ella misma alimentó de niño. Que sería de su figura preciosa; de sus senos redondos y blancos, moldeados a la luz de la luna con leche de cardos, musgo, y agua de lavanda. Que sería de sus piernas empapadas de vino, de su pelo negro, de sus labios gruesos y su lengua viva. Ellos ahí, los vi con sus ojos, quise atravesarlos pero ella no me soltó. Pude sentir su dolor y fui feliz por un instante, creyéndome vivo, y ya no me pude escapar. Pense en poseerla y así matarla, no me dejó, una fiera espléndida la habitaba, su sola visión me aterrorizó. Huí, y como una corriente marina que se filtra por un estrecho entre en el cuerpo del violador. Lo entendí, el placer era infinito; el goce de las manos arrebatando los pechos, los diente mordiendo, el sexo mojado de animal ansioso, ciego. La poseí con la carne ajena y la condené a la hoguera. Los hombres tuvieron que hacer una fuerza sobrehumana para desprender el cuerpo muerto, del cuerpo vivo, el miembro enhiesto había quedado clavado en la delicada piel de la matriz, no quería abandonarla. Ella desprendió las manos que torturaban sus tetas. Un armónico permanecía en el aire, el grito había sido enloquecedor, me parece que grite con él, luego se fue; ella me miró, lo sé. Volví para acompañarla hasta el final.
Lograron desprender el gancho, que permanecía firme, como en los equinos. Los torturaba las ganas, la tentación de poseerla. Ella permanecía tirada sobre la mesa, semidesnuda, la espalda llena de astillas, las piernas colgando, vencidas. No corrió, de nada hubiera servido, los inquisidores tenían largos brazos, nadie escapaba. Sin modificar su posición clavó sus ojos en uno de ellos, el más joven; el cuerpo de este respondió como era de esperar, detrás de la sotana emergía el pecado, el otro lo miró, terrible.
- Bruja
La tapó, sin dejar de manosearla, mientras su compañero aquietaba la turbación en un rincón de la sala, pisoteó el mástil del muerto que se empeñaba en permanecer erguido, dando testimonio de la falta a la ley divina, ató sus manos con yute, puso cadenas en sus pies, y le beso las rodillas. Con un grito quebrado llamó a la guardia que esperaba afuera, estos la cargaron en una jaula con ruedas, hecha con palos llenos de espinas, sangre y uñas. Nos sentamos ignorando el hedor, respirando el perfume del tomillo.
Cuando llegamos una multitud nos estaba esperando, a pesar del pedido, no hubo tortura previa, una lluvia de verano se estaba desplegando en el cielo, amenazando interrumpir el sacrificio de purificación, decidieron actuar rápido, sin juicio, sin debilitar el cuerpo con tormentos.
El poste era de laurel. Las ramas no habían alcanzado a secarse bien y tardaban en prender, el humo nublaba la vista, la pira arrojaba pedazos de fuego a los bárbaros, ella no llegó a sentirlo, se me entrego antes, con una sonrisa de burla. Cuando advertí el ardor ya no estábamos juntos. Mi último recuerdo es la cara deformada del Prior que se tapaba la nariz y la boca con la mano del anillo, para no respirar el fracaso evidente, en el silencio los gritos ausentes; maldiciendo, pues otra se le había escapado.

Texto agregado el 09-05-2009, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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