“El hombre no hubiera inventado el reloj si no creyera en la muerte.”
(Antonio Machado)
Aún siendo una mañana soleada, la sombra de sus manos por la casa tiritaba como a la luz de una vela. Hacía meses que le temblaban, pero a su edad ya no le importaba. Intuía que era la forma que tenemos de saber que la timba se acaba, que con ese temblor no podremos seguir ocultando nuestras cartas mucho tiempo, ni farolear fingiendo aplomo con el pulso firme. Así que, amigo, mejor recoges tus ganancias si es que las tienes y vas despidiéndote con frases hechas de jugador cansado.
Al menos la enfermedad lo había elegido tras su jubilación, pues no se le ocurría una dolencia peor para un relojero.
Dedicándose al oficio tantos años y arreglando esos trastos, se acabó preguntando por la obsesión de los relojes por marcar las horas, los minutos y algunos, los más crueles, incluso los segundos. Claro que conocía que había una razón científica, que eran medidas acordadas por la gente, pero no entendía por qué precisamente esas medidas de tiempo y no otras. Un amigo le explicó que se buscaron pautas lo más exactas posibles que fueran a la vez comunes a todos los hombres y para ello se recurría a algo relacionado con el ciclo solar. A él ese argumento le parecía estúpido porque había que ser muy ingenuo para creerse de verdad que el sol sale siempre para todos.
Así que, ya fuera por escepticismo o porque el tic-tac de esas máquinas le sonaba a las oraciones cansinas que repiten los curas y que debemos asentir sin cuestionarlas, a menudo se entretenía concibiendo sus propias formas de parcelar el tiempo.
Los periodos cortos, por ejemplo, los medía en lo que le queda a un nido caído a las puertas de un colegio. Si eran un poco más extensos, recurría al rato durante el que nos desea quien ni siquiera sabe que existimos. La masturbación es el más humilde de los sueños.
Lo que necesita un verso para fermentar en veneno; y ese veneno para envenenar la sangre; y esa sangre para sangrar un verso.
Si de él dependiera no existirían los calendarios, sabríamos que envejecimos si olvidamos la risa del amigo que se nos murió de niños. Y para aquello que ninguno veremos, para un periodo de tiempo imposible, hablaríamos de lo que tardará en albergar vida el vientre de los misiles.
Cuando tenía uno de los de bolsillo sobre la mesa de su taller, antes de repararlo permanecía un rato mirando la esfera. Pensaba que era tan redonda como la pista central de un circo y que sobre ella actuamos hasta que acaba nuestro número y entra el siguiente a continuar haciendo el payaso.
Otras veces se decía que en los únicos en los que confiaría desgraciadamente ya no se usaban, y es que no hubiera podido evitar compadecerse de la agonía constante de los relojes de arena.
Hasta pensó en fabricarse un modelo que marcara el transcurrir a su antojo. Donde en los otros había un minutero, en el suyo la aguja señalaba el rato que pasamos tras la mirilla mientras nuestro amante espera el ascensor. La otra se ocupaba de un tiempo más largo, exactamente lo que esperé hasta comprender que no llamarías. Incluso hizo un dibujo del diseño, estaba por ahí, en algún cajón, junto a su viejo abono de trenes perdidos.
Con todo tenía claro que así no se haría rico. Como sospechaba que las autoridades le escucharían cuando acabara la eternidad en el infierno para tanguistas, mejor conformarse con lo que le había quedado tras mucho trabajar. Un gato que le disculpaba sus caricias temblorosas -esa maldita edad en la que si decides tener un gato, tienes que pensar además en quién se ocupará de él después-, y una certeza que ya nadie iba a poder rebatirle.
Que vivir es un delito que pagamos con la muerte.
De Paula.
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