Hablo el idioma de las nubes y recorro el firmamento como una luminosa centella, soy tormenta, soy huracán. El cielo es mi reino; sin embargo, la tierra a pesar de serme extraña, me atrae y seduce. Alguna vez, alucinado, borracho de sensaciones, he procreado seres magníficos en la tierra. Los he visto nacer, crecer, desenvolverse en ese mundo que es suyo sólo en parte, superiores e inferiores a la vez, diferentes, ajenos. Demonios, ni hombres, ni dioses, seres inmensos y pequeños, buenos y malos; supaykuna nada más que supaykuna.

Mi impetuosa semilla, vaga por el mundo, inconsciente de su fuerza, de su latente poder, hasta que estos rasgos divinos despiertan de su terrenal sueño, de su ponzoñosa pasividad y emergen en una maravillosa explosión de furia y violencia. He visto a mis crías solazarse con el sufrimiento y el dolor de aquellas entidades que pululan por la tierra, unos seres pequeñísimos e insignificantes, puntitos movedizos e inquietos, la extremada crueldad y ferocidad para con ellos, me tiene sin cuidado, ya que todo debe desarrollarse según el orden universal del poder y la fuerza. Sin embargo, hoy he observado como ese divino orden ha sido subvertido por el engendro de la perdición y el caos, han humillado a mi prole bastarda, haciéndola huir como a una dócil e inofensiva vizcacha. El orden debe ser reestablecido y el más poderoso debe prevalecer sobre el débil, hasta ahora solamente han conocido un ínfimo brillo, una simple lucecita, ya es tiempo de golpearlos con un rayo, un solo rayo, del sol rojo e incandescente, que es mi poder.