El hombre que apareció en la puerta de la comisaría no tenía nada de extraordinario; lo que dijo, sí.
—Vengo a entregarme —dijo, con voz cansada y pesarosa.
El oficial de guardia lo miró con curiosidad. Pronto, una aprensión aplastante la remplazó y deseó no saber.
—¿Y de qué es culpable? —preguntó sin embargo, temeroso entonces de oír la relación de algún crimen abominable.
—De lo que haya —dijo el hombre, sentándose lentamente en la silla frente al escritorio del oficial, como si ya no pudiera más con su cuerpo—. De todo…
Otro loco, o tal vez sólo un vagabundo hambriento, y esta era su forma de buscar casa y comida gratis por unos días, pensó el Oficial, aliviado. Sin embargo, no era negligente: lo fichó y lo encerró en una celda.
—Te quedarás aquí mientras dure la investigación —le dijo mientras cerraba la reja, y regresó a sus obligaciones.
La fotografía que le tomó fue publicada en los diarios, junto con otras doce, bajo el título: ¿Reconoce a alguno de estos hombres? El método resultó efectivo. Al día siguiente, una mujer se apareció en la Comisaría y pidió verlo. Lo reconoció inmediatamente.
—Él es —dijo, y lo acusó de un crimen abominable. El hombre no lo negó. La simpatía del oficial de guardia se tornó entonces en una mezcla de repulsa y piedad: después de todo, el hombre había venido a entregarse.
Fue sólo el principio. Después de la mujer, llegaron otros, que identificaron al hombre y lo acusaron de más crímenes: algunos poco punibles; otros, execrables. De todos se declaró culpable el hombre. Luego, la situación empezó a desbordarse.
Cada día se multiplicaban las denuncias: de todos los rincones del mundo llegaban acusadores, todos reconocían al hombre, este de todo se declaraba culpable. De nada sirvió que el oficial de guardia tratara de demostrar que era imposible que el hombre hubiera cometido todos esos crímenes, que era imposible que hubiera estado en todos esos lugares a la vez. A menos que fuera Dios...
Pero a nadie le importó descubrirlo. Cuando ya todos los hombres del mundo estaban acampando en las afueras de la comisaría —entre ellos, once cómplices silenciosos que el guardia pudo reconocer por las fotografías del periódico pero que no se atrevió a denunciar—, al guardia no le quedó más remedio que entregarlo a la muchedumbre de la Tierra. El hombre apenas si podía caminar: era como si llevara sobre las espaldas el peso de todos los pecados del mundo. La humanidad entera sólo tardó unos segundos en despedazar al hombre; y entonces, todos regresaron a los remotos lugares de donde habían venido.
Y cuando el nuevo día amaneció, y la sangre del hombre —esparcida por el mundo por los pies de los verdugos— se hubo secado, todos los hombres de la Tierra se sintieron limpios de todas sus culpas: como si recién hubieran acabado de nacer.
Todos menos el oficial, que miraba con pavor creciente como los rasgos de la foto del hombre décimo tercero se iban borrando hasta parecerse a los de cualquier hombre; a los suyos mismos, tal vez. Cuando identificó su rostro inequívocamente, tomo una soga y entró resueltamente en la celda que antes ocupara el hombre. Mientras manipulaba la soga, no pudo evitar pensar que las vigas del techo se entrecruzaban como ramas de árbol.
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