CITA A CIEGAS
María del Socorro Jaramillo
Comenzaba la madrugada y no podía dormir. Tomé el libro que estaba sobre la mesa de noche para intentar leer. De pronto, como si un eco lejano quisiera aumentar mis preocupaciones, el timbre del teléfono comenzó a sonar.
En el instante en que levanté el auricular, una mariposa negra entró por la ventana y se instaló como una mancha en la cortina blanca recién lavada.
—Aló, Aló.
Un silencio prolongado fue la respuesta aunque sentía a alguien al otro lado de la línea.
—Aló— Insistí.
Escuchaba la respiración entrecortada. Alguien me seducía con su presencia impidiéndome colgar.
—Por favor, se encuentra Valerio?—La voz grave de un hombre se manifestó.
—¿Quién lo pregunta?
— Soy el Padre Eladio y deseo conversar con él. Disculpe la hora.
—¿Qué número marcó?
—4271313—respondió sin titubeos.
—Menos mal Padre que usted estudió teología y no matemáticas, porque no acertó ni un solo número —dije, y una espontánea carcajada llegó a mi habitación para espantar la tediosa soledad que me embargaba.
—Disculpe. ¿Está Valerio en casa?
—Ni Valerio ni Valeriana. Vivo sola y acaba de interrumpir mi lectura.
—Que leías?
—Una novela de Vargas Vila, de esas que a los curas no les gusta— respondí, tratando de seguir una conversación que comenzaba a atraparme.
—¿Cómo sabes que no nos gusta? Eso era antes, yo por ejemplo, leo esoterismo no me han condenado ni condeno a los que las leen. En estos tiempos se debe leer de todo y quedarse con lo realmente bueno.
—No creo que los curas cambien. Eso lo sé muy bien, sobre todo en cuestión de amores y tabúes.
Su voz llegaba como un bolero apasionado, una melodía nueva que mi piel jamás había sentido, así, nota a nota, escudriñamos cada vez más nuestras vivencias… desgranando los minutos de la madrugada.
—Bueno, mujer, llevamos buen tiempo hablando y aún no sé tu nombre.
—Y qué interesa mi nombre ahora, si somos dos desconocidos.
— Un momento —replicó. Éramos desconocidos, ahora…somos casi amigos, o ¿no?
—Mire Padre. Si no creo en los curas, mucho menos en una amistad por teléfono.
—Entonces concédeme una entrevista, allí me dirás tu nombre y por qué no, me cuentas la novela de Vargas Vila, de pronto me interesa.
—Y ¿Cómo nos reconoceremos?—Pregunté ansiosa dejándome arrastrar por la curiosidad que por instantes alumbraba la oscura noche, y continué: ¡Fijemos un sitio!
—Elige tú— insinuó Eladio sorprendido por el cambio en mi actitud, ahora receptiva para el encuentro.
—Pensaría en una iglesia. Son tan aburridas…y con ese aire de museo y…con tantas penitencias, mejor no me arriesgo.
—No, tranquila. Si te parece, te invito a El Paraíso. Es un lugar precioso ubicado detrás del Parque Central. Allí se respira el aroma de los eucaliptos y al atardecer el sol envuelve de misterios el paisaje.
—¿Cuál paraíso? Si el paraíso está aquí, ahora, en este lugar. Arriésgate, vívelo.
—Por favor tu nombre— insistió.
Sin afanes le respondí:
─ Soy una de tantas Marías que deambulan por la vida y no conocen ningún paraíso. ¿Será que tú me lo vas a mostrar?
─ María, una mujer como tú, llena de vitalidad no sólo es digna de ver El Paraíso, sino el universo entero. Posees una fuerza envolvente que me impide colgar el teléfono. Es la primera vez que esto me ocurre.
─ Y ¿Cuántos años tienes?
─ Treinta y ocho ─ respondió tímidamente el sacerdote.
─ Para qué quieres conocerme, quédate con mi nombre. Te llevo veinte años. ¿Qué clase de amistad podríamos tener tú y yo con tanta diferencia de edades y de pensamiento?
Continuamos entretejiendo palabras que si bien en un comienzo no fueron más que formulismos llegaron a alcanzar los umbrales de la intimidad. No sé cuánto tiempo transcurrió. Para mí fueron sólo instantes de complacencia, en la que a través de sus suspiros escuché la fuga de su instinto. Aún jadeante, casi sin entender sus susurros, dijo:
─ Mañana te espero a las cuatro, en el Paraíso ─y colgó.
No sé que me sorprendió más, si la experiencia que acababa de vivir y su final intempestivo o la mariposa que comenzó a revolotear en busca de salida. Encendí la luz, asustada por el aleteo del animal y sostuve con ella un largo jugueteo de apagar y encender para distraer sus ataques. Cuando finalmente me disponía a dormir, sentí sobre mi rostro la caricia impactante de sus alas que me obligó a dejar la cama.
La intrusa se apoderó de la almohada y enfrentó sus ojos con los míos que destellaban pavor.
—¡Quieta! —le grité.
En un rápido movimiento, impulsada más por instinto de conservación que por miedo, la atrapé doblando la almohada y salí con ella tanteando en la oscuridad para regalársela a la noche.
Después fue imposible conciliar el sueño. Me debatía entre la angustia que me produjo el monstruo y la conversación sostenida con el extraño del teléfono.
Al día siguiente no asistí a la cita. Ojerosa y sin ánimo, desencantaría a cualquier pretendiente por lo que resolví olvidarme del asunto.
Pasaron varios días. El recuerdo de Eladio acompañaba mis noches y desde entonces el teléfono era dueño de mis abrazos. Esperaba ansiosa su repicar, deliraba con escuchar nuevamente la voz del desconocido. Preparaba la melodía más dulce para retenerlo en la línea. Esta vez cerraba muy bien la ventana para evitar que los insectos interfirieran mi comunicación.
Movida por el deseo de conocerlo, decidí visitarlo en El Paraíso. Durante el recorrido, ligeros escalofríos recorrieron mi cuerpo anticipándose a un mar de sensaciones nuevas.
Llegué a la puerta. Las paredes y el estilo mostraban un convento moderno. Intenté retroceder pero una fuerza extraña me obligó a preguntarlo.
— Buenas tardes. Por favor, ¿El Padre Eladio?
Sorprendido el monje portero me dijo:
— Buenas tardes señora. ¿Es acaso usted su hermana?
—No. ─ Contesté segura. Sólo le traigo este libro. Es una novela de Vargas Vila.
El monje palideció. Alzó sus ojos escondiendo su sorpresa y exclamó:
—La señora… ¿No sabe?
—Saber… ¿Qué?
—Es que el Padre…El Padre Eladio, falleció hace una semana, justamente el lunes a la madrugada
Palidecí a punto del desmayo y creí que no soportaría el impacto de la noticia.
—¿El lunes? No. No puede ser. Yo hablé por teléfono con él y dije que vendría a traerle un obsequio.
—Sí, fue el lunes, precisamente ─respondió. Lo hallamos muerto en su habitación. Por cierto, sostenía el auricular en su mano izquierda. Sospechamos que trataba de pedir ayuda. El médico determinó un infarto fulminante.
Salí de allí como sonámbula. Sentía que mis piernas no respondían, sin embargo, caminé envuelta en miles de conjeturas y sensaciones. ¿Cómo era posible que muriera a la misma hora en que finalizó nuestra conversación?
No sé cómo llegué hasta el cementerio. Desesperada busqué el sitio en donde reposaban sus restos. Allí estaba: Padre Eladio Uribe, Noviembre 22 de 1968- Diciembre 13 de 2006. Un hermoso ramo de rosas rojas velaba su tumba. Me acerqué queriendo saber quién se las enviaba. Parecían recién colocadas. Entre las espinas encontré la tarjeta que rezaba:
Para María.
Presa de un pánico jamás vivido, las tomé entre mis manos y las besé con desesperación, con miedo. Desde su tumba creía escuchar voces que se metían entre mis oídos y mi cabeza. Decidí regresar a casa entre las primeras sombras de la noche, tratando de tranquilizarme y pensando qué haría con las rosas y su recuerdo.
Tomé apresurada el viejo jarrón, por tantos años vacío y al colocar las primeras gotas de agua, brotó de su vientre una mariposa negra. Esta vez, desplegó sus alas serenamente y elevó su vuelo hacia la infinita noche. Exhausta me tendí sobre el lecho. En estos momentos no sería capaz de resistir otra sorpresa. Pero el descanso no figuraba en mi destino. Nuevamente, el teléfono comenzó a repicar.
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