El desvirgue de las Lydias
Desde los ojos de la niña el mundo es maravilloso.
Observé el cuerpo desnudo de la madre mientras la bañaba con aguas ácidas y perfumadas. La niña apoyó la cabeza en el pecho maduro mientras la mujer la peinaba con los dedos. Luego le besó la frente con ternura, y comenzó a contarle un cuento, lo mismo que su propia madre había hecho con ella cuando tenía la edad de su hija, algo que todas las madres Lydias hacían para preparar a sus hijas mujeres. Un cuento para el desvirgue.
“Mi amada, hace muchos años que vivimos en esta tierra donde tu naciste, tierra donde nos llaman Tyrsenos en memoria de un espléndido hombre llamado así. Tyrseno hijo del rey Atys, nieto de Manes, tuvo que partir de su tierra, nuestra tierra, ya que su padre el rey había recibido el descrédito de los dioses por no entender la costumbre femenina, de la cual se satisfacía sin retribución. Quizás esto sea común en otras culturas, mas no en la nuestra, ya que fue nuestra gente la primera que acuñó monedas de oro y plata para el uso del pueblo, y el empleo de las mismas se hacía efectivo en toda transacción. Las mujeres conocemos desde siempre el valor que el hombre da a estos metales, como también sabemos con que armas quitárselos para armarnos de nuestra dote, sin esta somos esclavas; como lo es hoy la mayoría de nuestra gente, reducida a servidumbre de los Persas. Nuestra sangre superó esa desgracia con los favores que compra el argento, y la dulzura de nuestra piel. La ley fue impuesta por nuestra deidad desde siempre, todos la aceptaron. Todos menos uno. Es un trato justo, solo el rey no lo entendió, y en su condición de dios sobre la tierra quiso disfrutar gratis de aquello por lo cual se paga. Le costó caro, a todos nos costó. Pero él siempre fue ciego a las señales, y supongo se habrá muerto sin entender el por qué de esa maldición de veinte años. La hambruna no cesó con la partida de Tryseno hacia Esmirnia, pero este era el último recurso, dividir la nación en dos y poner a su hijo al frente de los exiliados. Mi madre partió con él. Fue su amante. Yo también lo fui. Fue el primero y el más generoso. En Esmirnia nuestra gente construyó las naves y peregrinó por muchos pueblos hasta llegar a los Umbros. Recuerdo todo del viaje, los años, los hombres; los juegos dados y tabas que los propios griegos aprendieron de nosotras para matar el ocio mientras esperaban que su cuerpo se reponga de los placeres recibidos para poder disfrutarlos nuevamente. En aquella tierra que alguna vez fue mía las tabernas servían vino y comida, y la arena del monte Tmolo es de oro.
Existe un túmulo, cerca del lago Gyges, sepulcro de Alyattes, padre de Creso; una construcción enorme que se puede ver desde mucho antes de entrar a la ciudad; que se levantó con el aporte de artesanos y vendedores, pero el tributo más grande, como está escrito en uno de sus cuerpos, es de las mujeres de Lydia. Acá, lejos de nuestra tierra, hombres y mujeres nos llaman putas creyendo que nos deshonran. Lejos están de eso, no conocen nuestra historia y sus dichos pesan menos que el aire. Ellos son los que se venden como hipócritas a un coste menor que el nuestro para intentar conseguir algún cargo que les permita sobrellevar su estúpida existencia y cada tanto procurarse un poco de placer a cambio de unas monedas de oro. Ellas tejen telarañas de palabras para atrapar, en el mejor de los casos, a uno de esos insectos infieles que las desprecian a sus espaldas, envidiando nuestra suerte de poder elegir a quien amar o dejar de amar. El tiempo no nos somete, tampoco el dinero. Somos mujeres libres.
Detrás, a unos pocos pasos, te está observando un hombre; él desea tu cuerpo joven y puro, por ello pagó una gran suma de dinero. Antes de que lo veas debo advertirte una cosa, él es sin duda feo, ante mi vista muestra un cuerpo desnudo, excedido por los placeres de la gula, su carne cuelga peluda y blanca sostenida por dos escuálidas piernas moradas surcadas por el esfuerzo de sus venas, la impaciencia reflejada en su rostro de puerco desborda en la órbita de sus ojos y en la saliva blanca que se hace presente en sus labios marchitos. No sentirás placer, pero tampoco dolor; su miembro es el de un niño y su impaciencia la de un ave hambrienta; terminará rápido y hoy no podrá hacerlo otra vez, lo conformare con alcohol y sonrisas. Así como él habrá muchos, pero también habrá hermosos hombres de los cuales te enamoraras. Hazlos gozar y si puedes disfrútalos, pues su oro representa tu libertad. Lo llamaré y pondrá su mano en tu cuerpo, sucederá aquí, en el agua, ese fue el trato. Hija, no temas, mira su rostro y si te sientes débil mira mis ojos, estaré a sus espaldas, cuidándote. El agua te purificará ni bien termine el encuentro y el espíritu curioso que te habita se marchara con ella. Ahí viene”
Sentí un dolor intenso, como una quemadura, y luego el alivio del agua. El rostro del hombre lo olvidé. El simple recuerdo de la niña me traslada hasta su cuerpo, el cual visito para curarlo. No sé como lo hago, pero reconozco mi trabajo en los ojos de la madre, aquellos que me descubrieron el día que entregó a su hija, para hacerla libre. Esos que me recompensan con el calor del aliento perfumado de un beso.
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