Estaba acostada en su cama y sabía, por encima de cualquier otra cosa, que realmente no quería levantarse. Ya era medio día del primero de enero, pero la idea de seguir descansando era más tentadora que cualquier otra propuesta. Afuera de su cuarto, la vida ya estaba en progreso: la madre cocinaba un ceviche, la abuela escuchaba a la sinfónica en la televisión, su padre ya terminaba de leer el periódico y el tío miraba el sudoku con superioridad, al parecer ese día había estado excepcionalmente fácil.
Pero dentro de el cuarto no había vida, sólo 3 bultos que entre sábanas se escondían del sol. Debajo de estas, sus caras pacíficas delataban sueños traviesos, insólitos y hasta escandalosos. Entre todas las sonrisa, hay que reconocer que la de ella era la menos descifrable, pues su sueño era un tanto diferente a los demás: no tenía caídas, colores y lugares extraños o personas conocidas en diferentes cuerpos, no era una premonición, ni se basaba en los conflictos interiores que solía tener embotellados, no llovían hojas ni se quebraban pisos, no mataba a nadie ni se moría alguien querido; era, en corto, un sueño tranquilo. Tal vez sería mejor, para el entendimiento de los lectores (que al parecer ya se han aburrido de sueños extravagantes y buscan en los de esta chica algo más craneal) que les diga lo que en ese preciso momento, cuando la abuelita quebraba la tercera taza en la semana, pasaba por la cabeza de la chica.
Figúrate esto: estas sentado entre el público de un concierto, en un pequeño bar. La banda está tocando lo que tú te sabes de memoria, tarareas junto a ellos, te los quedas viendo mal cuando se equivocan, pides otra cerveza y te relajas. Al tercer sorbo, todo cambia. Te encuentras frenete algo largo y negro, nunca lo has visto, pero sabes exactamente qué es y qué hacer con él. Te dicen toca, la gente está espernado. Tú, pones tus manos sobre el instrumento y le quitas su música: el sonido no viene de él, sino de tus dedos. Comienzas con temor, dedo por dedo y tecla por tecla, a medida que tu corazón late más fuerte, tus dedos se aceleran, tu pie se mueve sin que te des cuenta, tu cabeza va con el compás, estas ahí, en pleno concierto y no tocas nada mal. Recuerdas tu primera lección de piano, cuando un viejo de guayabera te sentó a su lado y, sin la menor consideración, te exigió proezas sin igual, y nunca le fallaste. Tus manos aprendieron rápido, tus ojos casi igual, fuiste el prodigio de todas las clases, fuiste de banda en banda y aquí estas, tocando como nadie. Ya se acaba, ya se están preparando para aplaudir, pero nunca lo hacen, porque ella se levanta y entiende que sus sueños musicales se deben a Andre Rieu y la sinfónica del Samsung de la abuela.
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