Retomamos la marcha, hasta hoy ha sido un caminar pesado, duro, largo.
- Estoy muy cansado - dijo con cara de angustia.
- Lo sé, pero debemos seguir - le respondí.
Sin más dilación, sin palabras para aliviar la tarea, paso a paso quisimos explotar nuestras fuerzas al máximo.
Él había maltratado su cuerpo durante años, tantos, que ni recuerda cómo era antes de empezar a hacerlo; lo supo en su momento, ahora era completamente consciente y, sin embargo, nunca había sabido pararlo.
En medio del camino decidimos ponernos de acuerdo para imaginar un oasis que nos salvaría, por unos minutos, de tantos excesos. Yo le miraba intentado encontrar algo, él ya no podía verme. Sus ojos estaban casi opacos y se guiaba, únicamente, por el sonido de mi voz. Entonces pensé, por fin puedo llevarle por el sendero de la buena vida, alejada de demonios interiores, alejada de sueños rotos y de anhelos frustrados.
Le cogí la mano y tiré bien fuerte, sabía que ahora la meta era la que siempre habíamos buscado, sin embargo, fue tremendo el desconcierto cuando vimos que sus piernas ya no valdrían para dar otro paso.
No pasa nada -pensé-, puedo llevarle en brazos, le cogí y comencé a caminar. Cuando pasaron los días mis fuerzas habían menguado y lo único que me alimentaba era un rugido interior que gritaba a voces su nombre, la supervivencia era nuestro destino, él estaba en mis manos y ya nada podría pararnos.
No podía fallarle, no lo haría, aunque yo me muriese intentándolo.
Lo más crudo fue que, casi llegando a nuestro final feliz, noté algo más que el peso de un cuerpo y era el de mi propio llanto. De repente el sol me quemaba, la luz me cegaba, había dado tantos pasos en vano...
Su cuerpo era el mismo, pero el tiempo había pasado y, de repente, dejó de ser él para convertirse en este recuerdo y os aseguro que es aún más pesado.
A mi padre.
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