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Saniel


por Rubén Mesías Cornejo


Es medianoche, y un solemne silencio vigila el sueño de la urbe que aparece invulnerable ante el embate del tiempo. Tan sólo una leve jauría de vehículos estorba, de vez en cuando, la desnudez de las calles con el ruido del tráfico. Sobre el cielo, hermoseado por la Luna, se recorta la tenue silueta de un arco del cual pende una pareja de esferas incandescentes que parecen escudriñar las comarcas de la Tierra.

Bajo esa luz se revela una escena de camaradería: varias botellas cambian de mano impelidas por la sed que triunfa entre los contertulios; por un instante a aquellos tibios corazones se sienten libres del rigor del rebaño, y se atreven a complotar subrepticiamente contra al mundo protegidos por la penumbra que divide los días.

Sobre sus cabezas el espacio expone su inmarcesible armonía a la curiosidad de los astrónomos, y mientras aquí reina la perplejidad la existencia continua su curso inexorable.

En medio de este singular cónclave se hallaba Saniel, un ser de aspecto meditabundo y charla errática, que desdeñaba el ron y no gustaba del cigarrillo que todos compartían. Esta conducta le hacia el más excéntrico de los circunstantes, el menos comunicativo. Su prudente silencio delataba la personalidad de un hombre analítico que fundaba en la observación su capacidad para elaborar hipótesis, sin embargo su invariable mutismo no le hacia totalmente antipático pues había demostrado ser un buen oyente.

Tres días habían transcurrido desde la tarde en que Saniel reveló su existencia ante la comunidad, y todos coincidieron en calificar su aparición de inusitada y teatral. Su metro ochenta de estatura, su aspecto desaliñado, y su ensimismado andar le conferían una pátina de rareza que la gente de la ciudad percibió apenas su magra figura principió a recorrer las modestas callejuelas de esta urbe provinciana. Hoy era jueves, y había anunciado, de repente, su próxima partida. Semejante decisión le ganó una inmediata reputación de heterodoxo, sin embargo Saniel mostraba una gélida impasibilidad ante la súbita curiosidad del resto, respondiendo sólo lo necesario para crearse el barrunto de una historia personal. Esa actitud generó una ola de estupefacción y recelo entre sus nuevos conocidos.

Pero aquella medianoche su hermética personalidad fue demasiado lejos cuando se negó a revelar el nombre de su destino. Su repentina negativa motivó un enorme malestar entre todos, y una andanada de insultos cayó sobre él acusándolo de crear la discordia. Y si bien aquella coactiva reacción habría funcionado en la condicionada mente de un ser humano a Saniel ni siquiera le afectó, era como desconociera el significado de las palabras que lo estaban ofendiendo. Bruscamente se apartó de todos y, sin mirar atrás, se dirigió hacia el centro de la desierta callejuela. Ahora estaba solo de nuevo, lejos de la confusión de los hombres, y dispuesto a dejar el planeta. Y nadie del grupo se animó a impedírselo. De pronto el ambiente comenzó a turbarse; era como si el contorno de las cosas se difuminara perdiendo su forma conocida ante la irrupción de una intensa emanación eléctrica que provenía de Saniel; así ante la extrañada mirada de los circunstantes se verificó una repentina transfiguración.

Atrás dejaba su disfraz de hombre, su asténica conducta de tres días. Ahora su cuerpo aparecía rodeado de un resplandeciente halo que bañaba toda la calle con la irradiación de su poderosa luz. Sobre su rostro, antes indiferente, apareció el rictus de una profunda concentración. Su cuerpo se había convertido en un potente conductor de bioplasma dirigido hacia el espacio. Luego, el cuerpo de Saniel se derrumbó sobre la pista. Y sus conocidos descubrieron la pálida faz de un hombre para siempre dormido. Quienes divisaron el cielo, en esa precisa ocasión, observaron como una diminuta mota de luz, que fulgía como una estrella, se hundía lentamente en la profundidad del espacio.



Texto agregado el 24-05-2004, y leído por 109 visitantes. (0 votos)


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