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Hubo un tiempo y un lugar, ambos no muy lejanos, en que la sexualidad no era definida por la naturaleza sino por los individuos y sus deseos personales. Un tiempo y un lugar donde, inexorablemente, los hombres cazaban y procuraban el alimento y las mujeres cocinaban y criaban hijos.
Cada individuo nacido, niño o niña, era considerado asexuado y crecía bajo el exclusivo cuidado de su madre hasta que alcanzaba la mayoría de edad, los seis años. Ese día recorría, acompañado de su padre tomando su mano derecha y de su madre tomando la izquierda, los tres desnudos, aquel camino que sólo transitaban los niños y niñas el día de su sexto cumpleaños y sus padres. El trayecto tenía comienzo en la aldea, atravesaba el bosque y el pantano, y concluía a la entrada del Linaje de la Elección.
Su padre, un hombre que en algo más que en la mitad de los casos tenía órgano sexual masculino, soltaba su mano derecha y lo abofeteaba. Su madre, una mujer que en algo más que en la mitad de los casos tenía órgano sexual femenino, soltaba su mano izquierda y lo besaba. Y la criatura, ni niño ni niña, ni hombre ni mujer, se adentraba sola en el linaje en busca de su regalo.
Al retoño nunca antes le habrían descripto el lugar. Sólo sabría que al entrar se encontraría con dos obsequios. Y que no debería apresurarse en tomar ninguno. Que debería sentarse, observarlos, reflexionar, orar, y, sólo cuando se hallara listo, realizar su elección.
En el interior del linaje habrían dos piedras, una en cada esquina y enfrentadas a la entrada, y sobre cada una de ellas un obsequio. Sobre la piedra de la esquina izquierda habría una vasija de barro, similar a las que las madres utilizaban a diario alegrando con aromas hogares y con sabores paladares. Sobre la piedra de la derecha habría un arco y una flecha, de esos que colgaban de las espaldas de los padres cuando regresaban a la aldea cargando un animal muerto luego de una larga ausencia.
Realizada la elección, dejaba el linaje un hombre cargando el arco y la flecha o una mujer cargando la vasija. Por los siguientes seis años, esos hombres niños y mujeres niñas aprenderían de sus padres y madres respectivamente, lo necesario para realizar, a la edad de doce, su último acto antes de convertirse en adultos. Para los hombres tal acto consistía en la caza de un animal lo suficientemente grande como para alimentar a toda la familia; para las mujeres el acto era el de dar a luz.
La mayoría de los hombres (con genitales masculinos o femeninos) realizaba esa cacería con éxito. Los que fracasaban, o eran vencidos por el animal o bien se exiliaban de por vida; quien fracasaba nunca regresaba.
Las mujeres (con genitales masculinos o femeninos) debían parir. Las que tenían genitales femeninos podían hacerlo, en general, naturalmente. Pero todas debían parir algo. Las mujeres con órganos reproductores masculinos debían simular el parto de una criatura muerta y darla a conocer a los miembros de la comunidad, que aceptaban el fraude sin objeción.
Más allá de estos detalles de color, la vida se desenvolvía como en estos tiempos y en estos lugares. Siempre un hombre se casaba con una mujer y no era la naturaleza sino las personas quienes decidían su sexualidad.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Jabo Pacú (indio Toba con genitales femeninos)

Texto agregado el 05-05-2009, y leído por 183 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-05-2009 bonito cuento...saludos gabov
05-05-2009 MUy curiosa esta historia , de verdad me atrapó y me incita a investigar más , me encantó =D mis cariños dulce-quimera
05-05-2009 Es muy interesante me gustaria saber mas acerca de la tribu, voy a investigar, gracias por tu aportacion mosimosa
 
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