Antenor Nievas, pocero de profesión, laburó desde niño hasta largos los sesenta años haciendo pozos de sol a sol, en busca del vital elemento.
No es fácil estar a 100 metros de la boca y que cedan las calzas amenazando sepultarte por profanar las napas -solía decir-.
Amigo de las ginebras y los vinos rabiosos, crió once hijos, y ni bien se jubiló su mujer lo echó del rancho; el viejo desarmó el gallinero, se llevó tres chapas y la damajuana envuelta en arpillera, compañera de tantas campañas.
En las afueras del pueblo, en un camino vecinal olvidado, que no conducía ningun lado segun los lugareños, Antenor instaló su choza de chapas entre los renuevos y sombras de toro.
El sabía que aquel camino era la entradaal paraíso;también lo sabíamos los niños que debíamos sortear al viejo neandhertalesco con su carcajada que penetraba los huesos para poder entrar al monte.
Abrigado de perros pulguientos, pasaba los inviernos uno tras otro, hasta que el pueblo le fue ganando terreno a la vida y cuando quiso llegar a lo del viejo, este levantó las chapas y se fue al trancopor el camino monte adentro, perdiendo sus últimos pasos de hombre para convertirse en espina de caldén, y cerrar tras de sí la entrada al paraíso viejo