El sol no sega mi vista. Se abre la puerta y aparece un ángel azteca… un guerrero de luz. Desciende sin alas, sólo con la fuerza de mostrar las señales de la vida.
Con un golpe certero, inunda mi interior. Sin imaginarlo, mi mente se conecta con mi alma. Las ideas se ligan con mi corazón y el sentimiento desvanece la razón.
El ángel azteca busca en mis adentros. Entra en mi universo. Aleja a Luzbel de mi ser y retira un cofre, en que almacenaba mi afán por la fama y el oro. El miedo al fracaso y al infortunio. En cambio de ello, me dejó una esfera de luz y paz.
En un respiro, aquél guerrero mostró que el único que puede hacerse daño, soy yo mismo. Desalojó mis temores y abrió la carpeta de mis victorias.
Desenterró un tesoro en mi isla vacía. Sacó un cofre pirata para mostrarme mi tiempo, el cual es sólo un pequeño parpadeo.
El calor recorrió mi cuerpo, para alojarse en el corazón. Como si tuviera un bisturí o un cuchillo de jade. Abrió el corazón y como un brote, apareció mi familia con un rayo de dicha por tenerlos a mi lado.
Los ojos del ángel azteca se introdujeron en mi cuerpo. Destapó la Caja de Pandora y salieron mis sombras, arañas, marasmos y escombros. Sólo quedó, en el fondo, en un rincón, la esperanza de ser paciente y la conformidad que espera.
Sus manos llegaron al cerebro y desempolvaron el pensamiento eterno. Donde estaban guardadas, cada una de las semillas que sembré en mi vida, con la única ilusión de dar frutos y dar paso a la cosecha. Ahí mismo, se alojaba la vía láctea. Le sopló para limpiarla. Sólo así la necedad huyó, para que aprendiera la sabiduría de los demás y dejara de enfocarla en mi hipocresía.
El guerrero de luz, tomó mis manos. Dio un soplido astral que paralizó mis sentidos. Para que pudiera ver con claridad y alejar de mí la fanfarronería. Albergar, en mi ser, la sensates y comenzar a cuidar mi vida.
Para ello, debía aprender a trabajar cada día, como si fuese el primero de mi existencia. También debía amar a cada persona. Incluso a todos aquellos a los que tanto odiaba.
Aprender a dar con una mano y a recibir con las dos.
Por último, el guerrero azteca me tomó por la cabeza. Me miró directo a los ojos y dijo que nunca olvidara mirar al cielo. Caminar hacia adelante. Vivir en el presente. Agarrarme de Dios con humildad. A aceptar las cosas que no puedo cambiar. Y a andar por el mi sendero de forma silenciosa, con caridad y una sonrisa.
El ángel azteca besó mi frente y abrió el tercer ojo. Desplegó sus alas y voló a su estrella, no con la intención de brillar, si no de dejarme un mundo mejor al que encontró a su llegada.
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