Carbón en el corazón
El aprendiz se encuentra extrañamente acongojado, pesado por pensamientos irracionales que no comprende de dónde provienen. Se siente impactado por la furia de una fuerza superior; aplastado, arrinconado. En las nubes grises de la tarde no encuentra nada. Desde el fuego no hay tibieza; las llamas son disfraces sarcásticos del frío, y la tranquilidad se camufla con sutileza en la imposibilidad de la luz.
El aprendiz se esfuerza en hallar salidas, consultando erráticos oráculos falsos. No cree en ellos y asume su desesperación con elegancia. Perturbado vaga por los pasillos de su mazmorra, oyendo la nerviosa reverberancia de sus ruidos contra la roca.
El aprendiz piensa que existe una débil belleza en el frío, cuando el frío es claro y le recuerda eventos de infancia. Es un aroma en la brisa, que desde la gelidez transmite pureza. Rápidamente concluye: es el hombre en contacto consigo mismo, catastróficamente contrastado a su trascendencia.
Cuando se relaja, el aprendiz es capaz de hallar solaz en las nubes, si es que corre un poco de viento, si es que las nubes no le laceran los ojos. Afuera, en el cemento prístino, rebotan los restos de sus pensamientos felices. En el ruido del barullo constante, de vehículos, de cuervos, está implícita la noción de que el entorno está vivo; de que en algún punto ahí fuera queda un poco de piel.
Quizás por eso en la humedad de su existencia gravita un entusiasmo sin brillo. Aquella esperanza de vida (sin embargo, carente de energía), proviene teóricamente de la incertidumbre. Si no conoce el futuro, ni comprende la causalidad de la angustia ansiosa del presente, razona, no hay motivo fundado -más allá del pesimismo desconsolador-, de que lo que vaya a suceder sea peor que el ahora.
Aquel cándido optimismo, amparado en el azar –y el azar es cruel-, no alcanza, eso sí, para curar su sangre. Su sangre no transmite en la misma frecuencia, no se deja embaucar; su sangre no se permite confiar; prefiere refugiarse con desesperación en lo ya vivido, porque aquello es inmutable, sea bueno o malo. Es seguro.
El aprendiz sabe que su sangre es escéptica. Y es su sangre lo que más le duele cuando vive. Cuando intenta cruzar de un sitio a otro, cuando abre una puerta y se para frente a su umbral, ya decidido a proseguir su rumbo, su sangre le inunda los ojos nublándole la vista, tiñéndola de un nerviosismo antiguo invocado desde su debilidad. Y la debilidad lo quiebra ante esta furia que no comprende, que se esconde a sus espaldas, que se exhibe ante él sólo cuando cierra los ojos al intentar dormir, y un escalofrío de pavor le recorre el cuerpo.
Porque todavía es infinitamente frágil ante la furia. Todavía susurra en el silencio: alguien, por favor, ayúdeme. |