Mon amour, peu importe que je suis né:
Tu deviens visible à la place où je disparais
René Char
I
...Y cada nenúfar sobre el estanque era una llama; de manera que la superficie ardía, arropada por un manto de fuego blanquecino.
Ya la aurora rugía entre los cerros, mientras escurría su dorada melena, aún enlodada de ocaso, junto a los úteros del valle.
Pronto algún mirlo, teclearía hoja a hoja el sauce, y al trémulo réquiem de las ramas, todo liquen susurraría embriagado. Entonces, los tréboles levantarían agitados sus cabezas, ante el corazón del viento, para pedirle una legión de negros toros, que vengan a acariciar sus cuellos deseosos.
Fragilidad... era el vocablo que tímidamente se resbalaba en las ventanas, cuyos cristales aún barnizados por el embrujo de lo invisible, invitaban al frescor de aquellos paraísos, fosilizados bajo las axilas de las rosas.
Ahora los pulsos de la sangre se mecían, tales truenos, en lo más carmesí del momento. Silentes angustias, orgullosas brotaban de los capullos, deslizándose por el espacio, con el vigor de esas libélulas, que sin envilecer sus alas, danzan entre vendavales furiosos, magnetizando la mañana, con la vitalidad de sus tonos.
De repente, allá a lo lejos un halcón relampagueó, y al lamer la desnudez del horizonte con su vuelo, el pudor enrojeció las mejillas del éter.
¡Al fin! los ojos de Carlis volvían a parpadear; sus mantecosas pestañas y aquellas ojeras tan abismadas en su rostro, daban la impresión de que jamás los hubiera cerrado.
¿Qué arcana serenidad fluía entre los miembros casi transparentes de aquel anciano? Se diría que uno a uno sus órganos soñaban una pesadilla diferente, mientras eran trenzados por un finísimo hilo de esperanza a punto de romperse. ¿Acaso es el mismo estremecimiento frente a lo terrible, lo que le dona al cuerpo la fuerza, para no desintegrarse súbitamente?.
Recostado contra el tronco, caprichosamente curvo de un ciprés y con la barba convertida en asilo de hormigas, armaba un barco de papel. Apenas movía los dedos, un camaleón mutaba sus matices. A cada pliegue del papel, un gusano estaría mordiendo las vísceras de aquel hermano, antaño moribundo en la calle Santo Domingo.
Los rizos al viento y el gesto de un grito atorado en la garganta, le imprimían a su semblante, la apariencia de una medusa petrificada, al reflejarse frente a un espejo.
Alocados aleteos se entrecruzaban tras los arbustos, tal vez eran dos colibríes, que buscaban herirse, para luego calcinar sus plumas, bajo el trinar de una pasión, que atentara con tragarse las galaxias.
Todo tornábase cortante. El zumbido del moscardón destajaba las setas, mientras era apuñalado por el suspiro de algún durazno, el cual, más tarde sería hendido, al perforarlo un claro lunar. Fragancias y colores penetrábanse entre sí con sus lenguas. La brisa se desangraba por doquier, una honda cortadura fulgía en sus cejas.
Cada segundo levantaba barricadas en un vano esfuerzo por impedir la embestida del siguiente. Era la guerra civil del tiempo, cuando los instantes no son suficientes y se combaten por emanciparse del presente.
La luz caía sobre los pastizales, como si de escombros solares se tratara. Preñado en mundos, el valle palpitaba, al borde de agrietarse, amenazando con desatar aquel amor antiguamente temido por los dioses, capaz de hacer explotar en un abrazo inocente, todas las eternidades de lo eterno.
Carlis lo intuía, por eso callaba... Acabado el barco, lo dejó en el estanque y luego de tocarlo con su aliento, se colocó su rota gorra de marinero, dispuesto a abordarlo. Ya desde las barandillas de su góndola alzó la mano, diciéndose adiós, y acto seguido, zarpó hacia los puertos baldíos de su memoria.
II
La callejuela Santo Domingo siempre ríe, a pesar de estar empedrada por canteras de tristeza. Especialmente, justo cuando la neblina anisa el lamento de las ranas y una luciérnaga aflora del barro, para lamer los lacerados senos de la noche. Entonces, sería mezquino encender los faroles, despojando a los andenes de sus tinieblas; pues hay libros que requieren ser leídos con la mirada madura en sombras.
Las páginas de Santo Domingo han sido escritas entre tachones, tan bellamente poetizados en el fértil lenguaje del dolor, que a veces un ángel hastiado de la blancura celestial, se precita en sus versos, para revolcarse enervado, entre el fango y el tormento.
¡Cómo expresar la lírica de aquellas casas desfondadas y no quedar con los sentidos entrecortados, flotantes, inmisericordemente apaleados! En verdad que la belleza siembra callos en el espíritu; sin embargo, sólo a merced de ellos podemos soportarla.
Sin proponérselo, Pierrot era uno de aquellos céfiros desterrados en los renglones inconclusos de Santo Domingo. Sobretodo durante invierno, cualquiera al mirarlo, pensaría que la lluvia había hecho de su cara un lecho. Quedamente cada gota roncaba sobre su piel, igual a esas bellas durmientes narcotizadas por el incienso del océano. Pero ante todo impactaban sus pómulos, casi desleídos en diluvios, cual si los nubarrones hubieran querido desahogarse, sólo contra ellos, de toda la penuria del mundo ¿O acaso sería Elis, quien espejeándose en las aguas de su soledad, hacía retoñar alguna lágrima sin razón, ese llanto inesperado, que precede a la tormenta?.
Al limbo de la desmesura, Pierrot quiso arrostrar más temerario, el obstinamiento de las nubes, ¿Porqué no dejarse atravesar a quemarropa por aquellas saetas, que lo desconocido le entregaba? Al fin volvería a ser penetrado por un trozo de Elis; todavía recordaba el estallido único, cuando rozó el ámbar de sus labios. Aquí clausuraba la época de suplicio, ¡Basta de prórrogas!, adiós a la limosna que al despertar cada quien se escupe a sí mismo. Desde la médula de la tierra emanó un silencio ensordecedor, en ese momento Pierrot apretando su medallón, lanzó un beso a las estrellas y antes de ser completamente acribillado por el último tosido, musitó un ¡Gracias!...
III
Mayo se cierra en medio de dos bocas, nacidas para entrelazarse al infinito de una sola vez y luego alejarse, hasta siempre jamás.
Carlis lo intuía, por eso callaba... al rincón de una cocina, donde devoraba sus uñas, hasta arrancarse la cutícula. Cuántos crepúsculos había aguardado allí, mientras calentaba la cena para Pierrot.
Nunca se declararon amigos, ello era menospreciar su amistad. Rara vez cruzaron palabra, no lo necesitaban. Incluso negaron haberse conocido desde la infancia, con mirarse directo al alma y al hacerlo seguir siendo niños, bastaba.
Concluido el poniente, Carlis salía hacia la calleja Santo Domingo, desafiando cualquier inconveniente llegaba oportuno; sin motivos, ni aspavientos de caridad, cumplía su cometido, e inmediatamente se largaba de allí a algún parque, donde poder sentarse a fumar su pipa; la misma que de jóvenes aspiraron con Pierrot.
Después de colmarla en tabaco, comenzó a fisionarse con ella. Escindido en cenizas y humo, Carlis se desperdigaba libre por el aire, al mismo tiempo que asistía a la incineración de sus entrañas. Alrededor suyo las cosas se le ofrecían en su porosidad; transformado en espiraladas volutas de humo, erraba por membranas e intersticios indescriptibles. Hecho cenizas, encarnaba las incesantes muertes de todos y cada uno.
Al saborearse la comisura de los labios, sintió la presencia de Pierrot, ya que la pipa había memorizado su saliva. Así que Carlis, disperso en emanaciones vaporosas, siguiendo el rastro, emprendió rumbo hacia aquel mediodía, cuando Pierrot inventó el soñar.
Embargadas en el vértigo solar, hondonadas de amapolas estrellaban sus corolas contra el firmamento, mientras salvajes corceles las curaban, eyaculando manantiales de ambrosía sobre sus heridas.
Al ser llamado por el virgen misterio de aquellos estambres incandescentes, Pierrot comprendió que su vocación era amar.
Día tras día acudía a la escuela de las flores. Ellas le enseñaron la energía que entreteje y destruye cada partícula del caos; la límpida estela que bulle de la ausencia; el olor de la muerte impregnado en unas sábanas sacralizadas por el éxtasis; la necesidad de espinas y polen; a saber apreciar un latido fugitivo; a tener un corazón lleno de abejas y soberanamente abierto a la inconmensurable miel de la vida; a ser el jardinero del vergel milenario, que cada uno lleva dentro del pecho. Pero especialmente aprendió de las gimnospermas, sibilas entre flores, a durar paciente en el influjo de la noche.
Sin embargo le faltaba su lección más importante: la de alquimizar el amor. La cual sólo recibiría, en un aprendizaje que es perpetuo, al encontrarse con aquella camelia ojiazul, llamada Elis.
IV
Alegoría del hedor. La calle Santo Domingo al fulgor del mediodía, solía apodarse Santa dentina. Quizás por los tejados rebosantes en excrementos de paloma. O a lo mejor eran los grasosos calzoncillos de la Sra. Marshall, que al ardor del sol y la incontinencia de una viejecilla, cuyo duelo consistía desde hacía años en no bañarse, expedían aquel vapor, capaz de hechizar por semanas el olfato suicida, de quien osaba pasar a su lado.
En Santa dentina no existían los niños, ni los pájaros, mucho menos las flores; a excepción de una camelia solitaria, que inefable titilaba al fondo de este desierto, oxigenando la aridez con las esporas de su sonrisa. Siempre tenía las manos tibias, como si recién hubiesen germinado de la tierra. Su cabellera evocaba la infancia de quien inhalaba su aroma a rocío. La profundidad del mar se enredaba en aquellas pupilas, continuamente inclinadas al vacío. De pie ante el balcón del inframundo, su cuerpo cual simientes en las parcelas de lo impalpable esparcido, asemejaba a la luna, por su atrocidad y hermosura. Su tristeza, tan inmemorial como las piedras de Santo Domingo, burbujeaba inconfesable, tras un incendio de alondras. Ausente, contemplaba a la distancia, la casa donde vivía Ariel, padre de la mariposa, que ahora arrullaba en sus rodillas. Al mirarla Pierrot, los años se desplomaron, estacándose en su frente.
Carlis lo intuía, por eso callaba... al escuchar el murmullo de aquella alondra, que Pierrot había parido en su alma. Carlis le entregó un medallón, el cual al ser apretado, dejaría libre al ave y sanaría al alma.
En pos de la camelia, Pierrot inicio su peregrinaje. Beduino desde antes de nacer, escaló risco a risco, por un cáliz inasible. Pero cuán inencontrables somos al decirnos, aquello que ninguna palabra soportará decir. Así que debió aguardar por eones, el minuto una sola vez concedido, a aquellos espíritus, que a fuerza de habitar la perennidad del grato insomnio, nunca dejan de atender al rumor del alba.
V
En cierta primavera aquel minuto planeó en una banca del parque, donde dos seres estuvieron a punto de succionar en un tímido beso, el universo entero. Mas por ese algo que torna grave e irresistible al azar, la camelia y el soñador debieron separarse. Aquella continuó, empujada y aguijonada, destrozada y volátil, al desasosiego y a la plenitud, de aquel hueco inscrito por Ariel; donde Elis, de la mano de su mariposa, caminará entre olas.
Por su parte Pierrot, quien nunca pensó en marchitar sus pétalos, la dejó partir. Pero en una actitud inexplicable, no aceptó el bálsamo del olvido.
Llegó la temporada de invierno y como quien lejos de toda duda, espera sin esperanza, Pierrot fue a sentarse en aquella banca, y con la luz que caía, en el espacio aún cálido por la carencia de Elis, empezó a tejer camelias; las cuales lanzaba a las estrellas, a los labios de Elis, en un gesto de gratitud.
Incluso después de morir aquella, el soñador seguía nutriéndola con camelias. Sentado en las aceras de Santo Domingo, como una esfinge, centinela del desierto, se rehusaba a dejar escapar a su alondra.
Cuando los años hubieron de arraigarse con más fuerza a su frente, enfermaba. Tosido a tosido la esfinge se iba desmoronando.
No obstante, una mañana, cuando todo parecía haberse consumido y Pierrot comenzaba a resignarse a ser una piedra más de Santo domingo, pudo ver el revolotear de una mariposa, que a su estela dejaba camelias ojiazules. Así que la alondra de su alma se alegró, porque supo que esa misma noche Pierrot apretaría su medallón, dejándose libre.
Carlis siempre lo intuyó, por eso callaba... Desde que jugaban en el valle, como dos manos fundidas en una misma palma, a sembrar sueños en la cúpula nocturna y a navegarlos en un barco de papel.
Manizales.
Algún día sin fecha,
de cualquier año sin días.
Adverick Bacon. |