Con la tarde los grises se extendieron sobre el diario en una tenue mirada a los antepasados. Allí estaba mi bisabuelo bajo enormes bigotes junto a su esposa y una infinidad de hijos alineados para la foto. Mi padre era uno de esos chicos ochenta años atrás, pálido y diminuto se asomaba al fogonazo de la máquina ante el asombro de la mayoría, con sus ojitos perdidos en la incertidumbre del después. Las figuras marcaban una etapa en la ciudad bajo el polvo rondando los primeros autos, el aljibe con sus hierros enhebrando promesas hacia el cielo, los sombreros de salir y el trajecito marinero de los niños. Allí estaban las ilusiones plasmadas, parte de mi árbol genealógico, las sonrisas, el susto, las tías de faldas largas y pomposas junto a los trajes y corbatines. Los sueños adueñados de las páginas presentaban los vestigios del ayer que revivían esa esencia, la plaza como un testigo fiel de los amores frente a edificios públicos de la época, los mateos yendo y viniendo por los empedrados, las quintas alejadas en busca de cosechas, la pampa como una maqueta de los atardeceres. Allá el chino en su joyería, acá los empleados del mercado central, la zapatería del gallego, el hotel principal y único, la fábrica de bolsas, el almacén de la avenida, la sodería, el primer estudio de arquitectura. Como un rompecabezas infinito vi al comerciante extender una mano de confianza, a la lluvia regar las chacras con sus frutos, al trueque y la abundancia navegando latifundios, a la palabra sin avales. A mi padre de niño corriendo por la quinta de sandías y naranjas, camino al colegio con su hermano, en la confitería adolescente, ya recibido de médico atendiendo domicilios o viajando a nuevos pueblos. Al campanario de la iglesia invitando fieles, la bahía bañada por su puerto, el sol bajo la bruma de las calles y los recuerdos dando paso a lo que hoy somos, como una eterna idiosincrasia anidando en el fugaz espejo de esta vida.
Ana Cecilia.
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