En esta tempestad que envuelve mi impávida nostalgia, miro con orgullo mi cuerpo abandonado y sediento de agonía, sediento de sangre, sediento de vida; el dolor es menester para la actitud que se ha perdido, para la que se ha rescatado, para toda esa talante regulada por la visión de la violencia ferviente, de la ira inminente. Me persigo tratando de buscarme, de encontrarme y de perderme en el frío respiro que se ha dado sin miedo; espero tajantemente el momento exacto para liberarme, para liberar mi carne, para liberar mi espíritu.
Si el dolor fuera visto, se vería como un clavo atravesando la espina, como si el mismo fuera la medula que se esparce por el sistema nervioso que vive de mi y vivo de el, saciando esa sed grotesca que me hace sonreír con cruel vehemencia.
Demencia satírica que se transfigura en el perdón carmesí aprisionado en las manos pero que se resbala de una manera angustiante, como la vida misma, como esa vida que se pierde, que se comienza y que se muere al momento de nacer. De oscuridad venimos y a la oscuridad volvemos, es un decir bastante acertado en estas planicies que sucumben al paso de mí caminar, de un simple paseo estético lleno de morbidez.
Si tuviera la oportunidad de mirarme a la cara buscaría la manera perfecta de describirme a mí, a la muerte y a mi hermana, la vida que se me ha ido pero tendré.
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