Ampararse en las sabanas,
en las puertas cerradas;
dejarse morir por un rato,
hasta que la carne
duela de quietud;
luego,
cuando anochezca,
arrancarse el rostro
frente a los espejos,
robar la mascara
que utilizan ellos,
los sin nombre,
los sin tiempo,
los sin alma;
conocer su mundo,
solo por unos segundos,
para volver a ser uno,
sin remordimientos
absurdos,
sin sonrisas mentirosas,
creadas para asumirse
profesionales de la historia.
Ampararse en el vértigo
que regala la verdad,
caminar sobre vidrio molido
y dibujar con la sangre
arabescos de fuego.
Ser feliz en la espina
que desgarra la carne.
Ampararse en el infierno
si fuera necesario,
pero correr de prisa,
muy de prisa,
para no llegar nunca
a la tibieza…