Había una vez una casa grande y se decía que en ella vivía una princesa. Se decía también que la princesa era de carne y hueso, bajita y bonita, pero que si alguien veía su sonrisa, quedaba hechizado para siempre.
Un día, un hombre, un campesino, entró a la casa grande. Llena de ancianos, tristes de su cercana muerte, la casa grande era oscura. Pero de pronto, el sonido gorjeante de una risa alegre, encendió todo de alegría. El campesino giró su cabeza, y a su lado, una princesa bajita, reía y se sonrojaba. Y cuando ella le miró sonriente por encima de sus anteojos, el hombre se sintió enamorado, y hechizado, se creyó un noble caballero. Y el noble caballero escribió cuentos y poemas para la princesa, le regaló golosinas y chocolates, y un día, loco, le ofreció su corazón.
La princesa quería y respetaba a ese hombre. Sabía de su nobleza campesina, pero no lo amaba. Y rechazó, tierna y dulce, su corazón. Es que ella quería ser reina, y estaba esperando su príncipe azul. Y el campesino, enamorado de ella, no era libre. Quería a su mujer, con la que vivía hacía años. Y jamás la haría sufrir. Para el campesino, su propio dolor era menos dolor que el de su mujer.
Así, el campesino visitaba con frecuencia la casa grande, y muchas veces, mirando los ojos de la princesa, volvía a sentirse noble caballero y a estremecerse de su sonrisa. Otras veces, la seguía de lejos, mientras ella caminaba por los campos, y pronto creía verla en cada silueta lejana, acelerado su corazón de imaginarla.
Una vez, la princesa enfermó de su corazón. Y el campesino enloqueció de dolor, y hubiera dado su corazón por ella. La acompañó cuanto pudo y se alivió al fin. Pero entonces, el amor que fuera un sueño se convirtió en un amor real. El amor que no fue del cuerpo, pasó a tener sentidos. Y a desear besarla y abrazarla como mujer, olvidando la diferencia entre princesa y campesino.
Pero todo era imposible. No había modo de llegar a su corazón. Y aún llegando, no había modo de no lastimar el corazón de su propia mujer.
Y un día, la princesa le dijo que había llegado su príncipe azul. El campesino se alegró de la alegría de la princesa, pero viéndola sonreír sufrió el dolor de su pérdida.
La princesa, conmovida de su dolor, temerosa de hacerle sufrir por sus hechizos, fue suave y dulce. “No quiero verte sufrir, dijo la princesa, por favor” “No sufro” contestó el campesino. “Verte me hace feliz, y me hace feliz el hombre que inventaste en mi” “De no haber sido hechizado, no sabría lo que es estar enamorado, como tonto” “Y no escribiría cuentos tontos.” “A mi mujer la amo con todo mi corazón y mi cuerpo…a ti con locura y sin sentido, pero amo amarte”
De verdad la amaba, y pronto, noble caballero, disfrutaba de cada instante a su lado, y de su risa, y de verla feliz. Solo quería verla feliz, y eso le alegraba. Su sueño, hechizado de ella, había sido hacerla feliz.
Sin embargo, un día, el noble caballero tuvo un impulso. Se acercó a ella, la abrazó apasionadamente y tan tiernamente como pudo, y mientras la sostenía abrazada, corazón con corazón, gritó: “Escritor del cuento, haz que se detenga el tiempo, que entonces no habrá futuro que nos separe ni pasado que me remuerda”
El escritor se conmovió ante la inocencia del campesino, y lo dejó disfrutar eternamente un abrazo de un instante. Luego, mirando a la mujer bonita, sonriente detrás de sus anteojos, sentada frente a su escritorio de trabajo, siguió disfrutando su sonrisa, soñando el fin del tiempo.
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