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El tuerto




1. Una casa en Italia





De pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, recorriendo China, visitando España, atravesando el mundo en busca de aventuras, iba, pidiendo limosna, el tuerto. En Italia, tras una montaña verde llena de pinos, llegó a una gran ciudad donde todas las casas eran de madera. La gente de esta ciudad era muy hospitalaria, cuando alguien llamaba a la puerta, le abrían muy amablemente, le quitaban los zapatos y le invitaban a entrar en la casa. Las calles eran muy estrechas y se usaban unos carruajes pequeños de caballos para transportar a la gente. Al entrar, el tuerto pensó que aquélla, como muchas otras ciudades en las que había estado, era una ciudad muy bonita, pero que todos los pueblos, aunque diferentes, tienen su encanto.
Un día de verano, un sábado –el tuerto odiaba los sábados- que había transcurrido tranquilamente, se encontró frente a la puerta de una casa en las afueras. Era grande, así que pensó que la gente que allí vivía debía de ser rica. Cogió el llamador y fuertemente dio tres golpes. La puerta, como tantas otras veces en otros pueblos, en otras ciudades, en China, en España, a lo largo del mundo, lenta y silenciosamente, se abrió para dejar ver la figura de un hombre jorobado que parecía ser el criado.
- ¿Me da usted una limosna?
- Aquí no queremos pobres, pero espere que salga el amo y él verá si le da algo o no.
El hombre de cara amargada entró dejando la puerta entreabierta. Del interior de la casa se desprendía un frío amargo y el resplandor de alguna lámpara que tendría una vela recientemente encendida. Mientras el tuerto pensaba en el dinero que iba a recoger, la puerta se abrió completamente, y esta vez no era el jorobado. El dueño de la casa era alto y vestía elegantemente como un hombre rico. Sin decir ni una palabra, el hombre, que ya había salido del frío interior de la casa, le golpeó en el estómago con lo que al tuerto le pareció una piedra, pero que no era sino su puño.
- ¡Fuera de aquí, vago, que aquí no quiero gente como tú, la detesto! –dijo el hombre con voz fuerte mientras seguía dándole una paliza- ¡ Ponte a trabajar como hace la gente honrada!
- Algún día os arrepentiréis –dijo el tuerto huyendo de aquellos golpes injustos.






2. La familia Abarno




Antonio Abarno era dueño de la fábrica de calzado más importante del país. Tenía muchos empleados a su servicio y había cosechado una gran fortuna. Poseía una casa grande cerca del campo, de madera, como todas las de la ciudad, pero el interior estaba abrigado por decenas de alfombras rojas e iluminado con velas que, de tres en tres, sostenían unos candelabros de oro.
Era un hombre muy fuerte y de voz potente. A los empleados solía gritarles para que no se durmieran y estuvieran siempre atentos, pero de puertas a fuera era un hombre muy amable y querido por toda la gente de la ciudad. Nunca había tenido ningún problema con nadie salvo en una ocasión, hacía ya cinco años, en la que le dio una paliza a un pobre desgraciado que había venido a pedirle dinero y al que le faltaba un ojo. Si había una cosa que no soportaba era a los que pedían dinero y, si por él fuera, los llevaría a todos a prisión. Su mujer, Elda, le decía que tenía un carácter muy fuerte y que no se tenía que dejar llevar por él.
Antonio y Elda hacía veinticinco años que se habían casado, pero se conocían de toda la vida. Tenían una hija, Laura, de veinte años de edad, parecía mentira que hubiera pasado ya tanto tiempo. Laura era una guapa morena que siempre iba acompañada de su criada, Carmen. Le gustaba pasear por las calles empedradas cogiendo las pequeñas flores que salían entre las piedras, las olía, las llevaba a casa. Pensaba que un día llegaría un hombre del que se enamoraría y todas las flores serían para él. Los tres vivían felices en la casa pero los negocios ya no funcionaban del todo bien.
A la fábrica llegó un abogado misterioso que le hizo una oferta: adquirir la mitad de ésta a cambio de pagar todas las deudas de Antonio. El dueño aceptó al nuevo socio, sin saber quién estaba detrás de todo aquello.







3. La suerte cambia




El tuerto abandonó Italia y fue a España a instalarse durante una larga temporada. Empezó a trabajar de aprendiz en una empresa de zapatos. Con el paso del tiempo fue conociendo el oficio, ascendiendo, hasta llegar a ser el encargado de la fábrica.
Su vida era alegre pero añoraba la vida de viajero y, sobre todo, su país, Italia. Se dijo que volvería algún día y se vengaría de aquel hombre de la casa de las alfombras, pero eso estaba por llegar.
Durante la primavera, además de las lluvias llegaron buenas noticias para el tuerto: un pariente lejano de las Américas dejaba toda su fortuna al familiar más desfavorecido, que, cómo no, era él. Nunca se había imaginado, en toda su intensa vida, que llegaría a ser tan vengativamente rico. Ya había decidido cuál era momento para llevar a cabo sus planes y regresar a su tan querida tierra. Ahora tenía su gran oportunidad y no la iba a dejar escapar.
Lo primero que hizo es adquirir la fábrica de la que era encargado y supervisor. Fue sencillo. Después contrató los servicios de varios abogados para asesorarle en sus negocios. Exportaba sus artículos a varios países de Europa y sus empresas iban creciendo junto con su deseo de volver. Así fue como conoció los negocios y las deudas de Antonio Abarno. Y así fue como empezó su venganza: envió a uno de sus astutos abogados para comprar su empresa e ir, poco a poco, dejándolo sin nada, como estaba él el día en que se encontraron.
Primero adquiriría la mitad de su fábrica, a cambio de saldar sus deudas, después dejaría que fuese a la quiebra, el dominio del tuerto en el mercado del calzado se lo permitía, para terminar apropiándosela en su totalidad. Ese era su plan, su venganza, pero también tenía previsto apoderarse de la casa en la que había sido humillado y maltratado, la casa que vio los duros golpes que le alejaron de allí. Tenía que volver, ver la manera de arrebatarle la casa y todo lo que le quedase, para dejarlo como lo que él mismo había dicho que detestaba: pobre. Pobre y solo.








4. El odio




El tuerto pensaba en su nuevo despacho que los sueños, algunas veces, se hacen realidad, al igual que ahora su venganza. Ya estaba en Italia, estaba alegre, había viajado por todo el mundo y conocía ese brillo inquieto en los ojos de quien ve un nuevo lugar por primera vez, pero nada comparado con el momento de volver, regresar al punto de partida. Y esta vez era especial.
Ahora sólo le quedaba despojar a Antonio Abarno de su hogar, de lo que más quería. Ya había conseguido quitarle el negocio y para llevarse también su casa pensó ganársela a las cartas. Sabía que el señor Abarno estaba desesperado, así que no sería difícil que aceptase, una vez más, su propuesta. Esta vez iría él personalmente, sin intermediarios, habían pasado cinco tristes y largos años y el tuerto no solamente había cambiado su suerte. Su aspecto era el de un hombre de negocios, no creía que lo reconociese, además, su larga barba le ocultaba gran parte de la cara.
Tocó la puerta con el viejo llamador, se sintió lleno de miedo al tiempo que de odio, y la puerta se quejó al abrirse, casi inmediatamente. El mayordomo lo miró de arriba abajo. Por detrás del jorobado vio pasar la figura de una muchacha joven.
- Buenos días, me gustaría hablar con el señor Abarno, ¿está en casa?
- Ahora le aviso, ¿a quién tengo que anunciar? – el criado tenía la sensación de haberlo visto antes, así que esperó su respuesta con cierta curiosidad.
- Dígale que puede recuperar su fábrica.
El criado regresó acompañado de Antonio Abarno, que ahora tenía una figura más delgada y parecía haber envejecido diez años. Su voz tampoco era la de sus buenos tiempos, ahora parecía la de un viejo.
- Buenos días, ¿qué es lo que desea?
- ¿Quiere usted recuperar su fábrica?
- Sí, claro, pero ¿cómo?
- Jugando a las cartas. Apostaré mi fábrica contra su casa.
Por detrás del señor Abarno vio otra vez a la chica y no pudo resistir la curiosidad de preguntar quién era.
- Es mi hija Laura. ¿Cuándo empezará la partida? –dijo Antonio Abarno con su vieja voz.
- Ahora mismo, si le parece, podemos comenzar. Por el día hay más luz y se ve mejor.
El tuerto pasó, por invitación del dueño, dentro de la casa. Las alfombras estaban llenas de polvo y no tenían tanto valor como él recordaba. Los dorados candelabros, salpicados de la cera de las velas, tampoco resplandecían como en su memoria. Examinó con detalle todas las estancias por donde pasaba, buscando con su mirada la figura de la hija de Antonio Abarno. Cuando llegaron al salón donde se iba a disputar la partida, vio como una silueta femenina emergía desde la luz de las ventanas y se aproximaba a la mesa de juego. Notó que su pulso se aceleraba e intentó mantener la compostura, se jugaba algo más que una fábrica o una casa en aquella partida.
- Carmen, prepara la mesa para el juego y sírvenos una bebida –dijo Antonio Abarno con su voz seca. El tuerto se tranquilizó al ver la cara de la criada mientras servía dos grandes copas de coñac.
La partida duró tantas manos como años había esperado el tuerto su revancha, sólo cinco, pero no fue una partida rápida, había demasiado en juego. La tensión, por ambas partes, era muy alta, sus miradas descubrían lo que cada uno deseaba, sin tapujos. Tanto fue así que Antonio Abarno empezó a sospechar de aquel hombre que tenía frente a sí y de su clara mirada de rencor. Quién sería y por qué lo había dejado sin nada.
- Tiene una semana para abandonar la casa –dijo el tuerto con una sonrisa en los labios.
El tuerto salió de la que ya era su casa más millonario que nunca, pero la venganza lo había atrapado y necesitaba algo más. Mientras, en la silla, Antonio Abarno lloraba desconsolado.






5. Las flores entre las piedras




A la semana siguiente, el señor Abarno seguía llorando mientras su hija salió de la casa a caminar por las calles acompañada de su criada. Sería la última vez que atravesara aquella puerta –pensó su padre- y traería esas pequeñas flores que trataba con tanto mimo.
La tarde era soleada y la ciudad estaba tranquila, las calles estrechas dormitaban en la penumbra, algún carruaje aparcado recordaba que allí había vida. Laura y Carmen paseaban, hablaban sobre el olor de las flores que habían recogido y deshojaban alguna margarita despistada.
- Me gustaría encontrar a algún hombre que me quisiera de verdad – confesó Laura.
- ¿Por qué no?
- Que me quisiera... –continuó Laura metida en sus pensamientos.
En ese momento dejó de ver la luz del sol, gritó y pataleó, pero unos fuertes brazos de hombre la introdujeron en un carruaje, podía oír la respiración del caballo. Notó que Carmen estaba con ella porque se agitaba y gritaba también. Entonces, dejó de escuchar los gritos de su compañera, y se sintió un poco aliviada al notar que le ponían un trapo en la boca. El carruaje inició la marcha, al galope, rompiendo el silencio de la ciudad, hasta su límite. En la última casa se detuvo el carruaje con un so apenas audible y los dos hombres las bajaron, las entraron a la casa y el golpe de la puerta puso el punto final.
La casa era muy antigua y cálida, un hogar iluminaba la estancia principal y se proyectaba en sus caras asustadas. El tuerto se dirigió a Carmen:
- Trabajarás para mí, te encargarás de servir a tu señora. De aquí no os vais a poder escapar, así que será mejor...
- Pues si no queda otro remedio... –contestó la criada, a la que ya habían desatado y quitado la mordaza, mientras lo hacían con Laura.
- ¿Qué quieres de mí? – preguntó Laura Abarno, nerviosa, apretando las pequeñas flores en su mano.
- Un poco de tiempo.
Entre todas las respuestas que podía imaginar Laura, no se encontraba, ni mucho menos, aquélla. Si era eso lo que realmente buscaba, no perdía nada concediéndoselo, incluso pensó que podría obtener algún beneficio para su familia. Así que, sin mediar palabra, se dispuso a obedecer las exigencias del hombre.
Las acomodaron en dos habitaciones de la planta baja. Las habitaciones estaban comunicadas por una puerta que siempre estaba abierta. Tenían la libertad de moverse por toda la casa, pero la puerta principal estaba cerrada con llave. Además siempre habían dos hombres vigilándolas.
La vida en aquella casa fue haciéndose cada vez más familiar, si se puede llamar así y, poco a poco, el odio que existía entre Laura y el tuerto, fue transformándose en una amistad. El tuerto le contó toda su historia y sus viajes, pero Laura se mantenía un poco más reservada aunque se interesaba por las historias del tuerto y, de vez en cuando, iba a buscarlo para poder hablar con él.
Un sábado –desde aquél, el tuerto dejó de odiarlos-, mientras Carmen estaba fregando los platos en la cocina, Laura se cambiaba en su habitación. Oyó un pequeño ruido y giró la cabeza. Allí estaba él, mirándola, con su ojo. Se quedó paralizada, no podía moverse, él tampoco lo hacía, mirándola, con su ojo.
- Daos la vueltecita –le dijo el tuerto casi sin voz.
- ¿Qué quieres de mí? –inquirió Laura al tiempo que se daba la vuelta mostrando su cuerpo a aquel ojo.
- Te quiero a ti, cásate conmigo.
En ese momento Laura recordó lo que le había confiado a Carmen aquella tarde recogiendo las flores de entre las piedras y, con lágrimas en los ojos, supo que realmente la amaba.
- Déjame que vaya a ver a mis padres y yo les contaré toda la historia.
- Márchate y ve con Carmen, si no vuelves, sabré que no me quieres.






6. Puentes que unen




Antonio y Elda habían tenido que acostumbrarse a vivir debajo del puente que unía las dos mitades del pueblo. Su vida se limitaba a recoger chatarra para venderla o cambiarla por comida, que cocinaba Elda en la hoguera que les calentaba por las noches.
Los hombres que habían estado vigilándolas habían dicho a Laura y Carmen donde poder encontrarlos, aun así tardaron un tiempo en encontrarlos. El encuentro fue un abrazo con su hija, un abrazo como no habían tenido desde que Laura era muy pequeña.
Laura y sus padres se contaron todo lo que había pasado desde que desapareció.
- Me caso con él.
- Si lo quieres, cásate con él. Nosotros no tenemos nada. Ya que no puedo ser feliz yo, que lo sea mi hija – le dijo el señor Abarno, resignado.
Su madre también le deseó felicidad. De esta manera, los cuatro volvieron a la casa del tuerto.







7. Sí quiero




Laura Abarno llevaba un gran escote vestido de blanco. La cola de la falda iba marcando el camino por donde pasaba. Estaba muy guapa. Caminaba despacio hacia el altar, donde el hombre la esperaba.
- Dime tu nombre.
- Pedro, me llamo Pedro.

Texto agregado el 29-04-2009, y leído por 123 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-05-2010 ¡Maravilloso!, a eso lo llamo, "cachetazo de la vida", demuestra una vez más que la vanidad y la soberbia, no pueden más que la dignidad y el orgullo, aun cuando el mendigo recibió la lección y el odio y orgullo hizo el resto. muy lindo mr gustó mucho, ¡buena lección de vida!. 5* y un abrazo gordinflon
12-03-2010 novedoso formato pero habria q separar un poco mas las letras yosoyfernando
 
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