Cuando Cruz se incorporó a la parroquia, no nos imaginamos que en su forma de actuar, había un ingrediente innato o adquirido que la hacía diferente. No preciso cuándo vino desde Sud-América, pero sí sé que sus comentarios y alegatos los hacía dentro del marco de una sonrisa que si no fuese por la pequeñez y el brillo especial que adquirían sus ojos grises, se podrían interpretar como mensajes de un mal emisario. Su estatura no está en proporción con su corpulencia y los giros de su cabeza al abanicar su pelo negro, son cómo intentos por apaciguar el calor del fogón que atiza con su verbo.
Parece ser que el ser humano arrastra con sus debilidades y ni por excepción, el lugar dónde estemos o lleguemos, entra como factor que modifique nuestras miserias. Llámese éste escuela, iglesia, oficina o club social. Ese norte del comportamiento individual siempre surge aúnque depuremos intencionalmente los conceptos. Y en esto, Cruz, es una verdadera celebridad. Lo que hasta ahora he dicho de élla, es parte del ropaje abstracto que sin uno querer, camina y funciona cómo nuestra carta de presentación. Esa indumentaria me llegó al través de amigos que adolecen de compartir con alguien que cree que todo lo que dice y hace es correcto.
Sin embargo, lo que contaré es producto de un trato directo con Cruz. Todo comenzó cuando fui invitado con un grupo de compañeros a participar de una reunión en un apartamento del cuarto piso de el edificio, dónde élla tiene el suyo, en el pasillo de acceso al mismo. Era verano y el calor sofocante de la ciudad de Nueva York había forzado a los inquilinos a tener abiertas las entradas de sus viviendas. Después de ingresar, avanzamos por un recto corredor para iniciar el ascenso hasta el nivel cuatro. Pero allí, justo en el primer peldaño, dormitaba un gigantesco perro. Frenamos en seco e intercambiamos miradas interrogativas que desembocaron en la silente decisión de retirarnos.
Estábamos ya de espaldas al animal, cuando por una puerta adyacente a las escalinatas, salió disparada la joven procedente del cono sur y con una de sus indescriptibles sonrisas, nos preguntó qué cómo 'hombrotes' como nosotros huíamos de un simple perro. A lo que aduje, por decir algo, que los canes comen carne y hueso y que precisamente eso éramos nosotros. Entonces, y como agradeciendo lo que en élla propició mi alegato, ensanchó su facial campo irónico para decirme que si era por éso, que no me preocupara porque su perro sólo comía 'filete'. Coronando la burlona frase con una estruendosa e inusitada carcajada. También mis hermanos rieron.
Cargué mucho tiempo con la inconformidad de no haber añadido en mi defensa algún otro argumento. Pudo haber sido, recordarle que las fieras hambrientas, también se atracan de 'piltrafas'. Hasta que una noche llegué, como miembro de un movimiento, a un lujoso y abundante banquete dónde habían todos tipos de exquisitos manjares. Élla danzaba y sin perder el ritmo, de vez en cuando se llevaba de la mesa una que otra albóndiga. Momento que aproveché para acercármele y preguntarle qué si por casualidad había traído a su perro. Por primera vez la ví no sonreir; además, perdió el paso de la bachata que bailaba.
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