Cuenta don Evaristo, como nació el arrabal.
Casi pegadito al centro, en las afueras…ahí nomás.
El boliche de don Chicho y en la mesa de un café
la luz del amanecer, fue viéndolo crecer.
Así anduvo a los tumbos, mi barrio de Recoleta,
con sus calles empedradas, daba paso a las carretas
el lechero, el panadero, diligentes nos traían:
¡Un Buenos días señora! sus productos ofrecían.
Las veredas eran anchas, con árboles bien orilleros,
dejaban jugar los chicos y a los ancianos pasar.
Espacio había para todos, se convivia en paz.
Billarda, trompo, rayuela, bolitas y la pelota,
que solíamos colgar, detrás de la medianera
donde dormían aquellos, próceres de la eternidad.
Al avisar a las madres, del accidente sufrido
el reto era conocido y la frase siempre igual:
¡A los muertos se respeta y se dejan descansar!
Entre puchero y rezongo, la consigna se obedecía,
esperando al otro día, para irla a buscar.
Se hacía larga la mañana, importable el colegio
en las mentes no cabían las tablas de multiplicar.
Nuestra preocupación era otra, recuperar la pelota,
y en Vicente López de nuevo, hacerla alto picar.
Ya terminada la escuela, a la casa diligentes,
sorteábamos a la gente, apurados por llegar.
Un ¡hola vieja! decíamos, la sopa se devoraba,
sabiendo que en la esquina, nos volveríamos a juntar.
La mamá que de reojo, nuestra conducta observaba
sabía de antemano,
lo que en silencio decíamos.
Y antes de levantarnos de aquella mesa servida,
la orden ya se venía..¡Ustedes, dónde creen que van!
La cara que habremos puesto, para que ella se sonriera
con la bronca contenida, por el permiso negado.
Hasta que alguno venía a salvarnos con su grito,
y le decía ¡doña Celia, déjelos salir a jugar!
Del grupo de ese barrio, el líder era el Lito,
pantalón corto y pati largo, que animaba el entrevero.
Entre empedrados y asfalto, nuestra niñez transcurría
que de pronto la interrumpía …la llegada del progreso.