A muy temprana edad la niña comprendió que debía guardar sus sueños, por timidez. Cosas tan simples como desear que lloviera para salir al patio con el lindo y nuevo paraguas de la mamá y colocarse el reloj pulsera y nunca se lo podía abrochar y que no la peinaran más con ese feo moño encintado.
Ensimismada imaginando lo que había al otro lado de la pared colindante, porque creía que existía un mundo diferente y saber donde vivía el gallo que cantaba en distintas horas del día.
Encontrar ese cielo prometido, lleno de belleza y dichas inconmensurables para poder ver a su hermano, ese ángel tierno que sufrió mucho antes de emprender el vuelo. Desconocía donde estaba el camino. había oido decir que debería ser muy buena, un poco santa o bien sufrir mucho con resignación. Renunciar a comprar sus golosinas y entregar la moneda en la Misa del cura que retaba tanto y era feo. Y a ella le gustaban tanto los dulces y sufrir mucho no quería, no le gustaba.
No quería sufrir nunca, no era valiente, el niño la hizo llorar muchas veces, tantas como recordaba. Y cuando jugaba sentía remordimiento, porque él no estaba, pero si la pena en su corazón, por que el no jugaba donde ella pudiera verlo.
Y recuerda como se fue, en una cuna blanca, atornillada con palomas de metal y cubierta con lindas flores, las más linda las que puso mamá con muchos brillantes que caían de sus ojos.
Ahora mujer, sus anhelos y sueños cambiaron. No debe llorar, buena o no, habiendo sufrido aún ignora donde está ese cielo prometido, porque lo que ella mira como tal, es un espacio inmenso de aire sucio. Y necesita soñar hasta encontrar algo que le devuelva la fe.
Silvia Parra B |