Ya no había lugar a dudas, quien estaba allí tendido no era la víctima, era el verdugo, más sin embargo sus brazos se extendían en una placidez extraña. En una imposición teatral que quizá hubiera querido conservar, su cuerpo parecía bajo los faroles querer abrazar la noche que sus ojos abiertos no veían, su cara estaba descompuesta, al igual que su reloj, y en su cartera faltaba cualquier documento que pudiera identificarlo; en cambio, en su mano izquierda se hallo un pequeño papel, vuelto sobre si, y contenido por la crapulosa mano, ahora de cara al suelo en un agarrotamiento estúpido, casi paso desapercibido por los agentes, pero ya se sabe como es esto, el azar es superior a la fuerza y la inteligencia, y acabo por estrellar los ojos contra la hoja; al desplegarla, y después de vencer la persistencia de la mano inerte, los mortomaturgos encontraron la pieza que huía, el acertijo se armaba y dejaba de serlo, era solo un dibujo. Era el trazo nervioso de un hombre, echo en tinta roja, y basto para alejar del desayuno del capitán el rictus de aquel cuerpo extraño, aunque claro, lo sello dentro de sus sueños.

Y había una condición extraña en todo ello, en esos dos cuerpos, en esos dos cadáveres llenos de símbolos y una vida enferma que los obligaba a seguir bailando, algo que fue hombre y ahora era una piedra épica contando su historia, algo que fue un árbol, y se convertía de repente una ventana oscura, una explanada pálida sobre la que únicamente se erigía un símbolo, que lo contenía y era contenido por todas las energías y materias, el camino rojo de la tinta, fino y nervioso, dibujaba un hombre, sus brazos abiertos y mal trazados se extendían como abrazando al capitán y su boca, un solo rayón colorado, tenia un giro anormal, una sonrisa mecánica, relajada, casi satisfecha.