Lecturas-viajar en desde el sillón-
Siempre desde niño, he tenido la sensación de que debería estar en otra parte. Al ver partir el tren –ese bólido gris y el resplandor en sus cristales-, me daban la sensación de ir en él. Aquella vez que por primera vez tuve ante mi el tablero de la terminal de ómnibus donde se podían contemplar todos los destinos, leyendo el nombre de los lugares a los que se podía ir, cerrando los ojos tenia la sensación de estar recorriéndolos. Pero ocurre que los trenes y los ómnibus partían sin mi, así fue que empecé a viajar por el mundo a través de los libros.
Mi casa estaba en un barrio apacible del Gran Buenos Aires, pero yo en realidad vivía en otro sitio: en mis libros. En mi casa había un sillón grande y mullido con brazos curvos. Se encontraba en la sala de estar, cerca de una chimenea en la cual la humeante leña de antaño, un día fue sustituida por un artefacto a gas simulando ser madera encendida. Aun hoy en mis recuerdos me veo recostado en el sillón, con las piernas colgando en uno de sus brazos.
Cuando la belleza de la naturaleza me invitaba a la aventura, algunas veces me dejaba convencer y salía a pasear, a jugar con mis amigos o andar en bicicleta por la ribera del río, atraído por el encanto de vivir una infancia normal. Me acuerdo como si fuera ayer los momentos de placer que nutren mi memoria. Como todo, siempre había una parte de mí, la mejor, que quedaba en casa, metida en algún libro que había dejado abierto boca abajo sobre el sillón para saber dónde iba leyendo. Sus personajes me estaban esperando a que regresara y los volviera a la vida, Para mí, allí se encontraban las personas reales, los árboles que se mecen con el viento, las aguas mansas y oscuras de ese río enigmático. A través de los libros viajaba yo, no solamente a otros mundos, sino al mío propio. En ellos aprendí quién era y que quería ser; a que podía aspirar y que podía atreverme a soñar. En los años que han trascurrido desde aquellos días de lectura en mi sillón, e aprendido que no soy el único apasionado por los libros, aunque en aquel entonces me sentía como si no hubiera otro niño que prefiriera leer un libro, antes que salir a la calle a jugar con otros niños. Al llegar a la edad adulta, comprendí que el mundo puede ser tan hostil, o por lo menos tan ciego, a los placeres de la lectura, como lo eran mis amigos cuando llamaban a la puerta de casa y me exigían que ya dejara el libro; “ese tonto libro”, lo llamaban.
Es cierto que elogiamos las virtudes de la lectura, pero lo hacemos sólo de dientes para afuera, pues sigue habiendo en nuestra sociedad cierta tendencia a considerar a quienes leen con asiduidad, como soñadores y holgazanes, diciendo que son ratones de biblioteca que necesitan madurar y salir al mundo a conocer la realidad. Hay algo en la naturaleza humana que desconfía de la lectura que no tiene como única finalidad contribuir al progreso. La gente tiene en la mucha estima la sociabilidad y el espíritu de cooperación, y supone que la soledad lleva indefectiblemente al aislamiento, y el aislamiento al fracaso el individuo. Por consiguiente, consideramos sospechoso todo aquello que consideramos sospechoso, todo aquello que nos aleje del contacto humano. Tal vez los apasionados de los libros seamos, en el fondo, gente insatisfecha que suspira por estar en otro lugar, por vivir indirectamente a través de la palabra, lo que no podemos vivir en la vida real. Quizá seamos los mayores nómadas del mundo, aunque sólo sea en la imaginación. Yo ahora puedo viajar como una vez soñé de niño, en ómnibus o trenes, en mi propio automóvil cuando lo deseo. Y lo más irónico de todo es que no le doy demasiada importancia. Soy de esas personas que prefieren quedarse en casa, rodeado de los afectos y desde luego de los libros. Cuando en mi juventud pensaba en reorganizar mi viva independientemente del grupo familiar primario, lo que en realidad quería era remontarme en espíritu. Los libros son el tren, el ómnibus y el camino. Son el destino y el viaje, Son el hogar.
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