Dicen los muchachos de mi barrio, que cuando cae la noche, frente a la vieja estación de trenes, aparecen dos sujetos extremadamente extraños. Los chicos van siempre (aunque ésto no lo dicen) a emborracharse soberanamente entre el andén y algún vagón de ferrocarril abandonado.
Munidos de dos o tres petacas de whisky, se instalan en el lugar y allí comienzan su feria de alcohol social, como denominamos a la práctica, hasta terminar todos revolcados en el piso, o algunos amanecidos en sitios extraños y en companía de completas desconocidas.
No obstante, las últimas ferias, han visto a estos dos sujetos.
Son fornidos, ambos, y oscuros como extranjeros. Así se mimetizan mejor con las sombras del lugar y sus movimientos se confundían con el vaivén de las copas de los árboles movidas por el viento, y con los gatos y otras alimañas que cruzaban el lugar.
Peleaban.
Golpe tras golpe, sin ventaja para ninguno, se daban todas las noches una tunda furibunda de varias horas de duración, y después se iban, calladitos como habían venido. Eran siempre los mismos dos, que luchaban con todas las técnicas y toda la ira del mundo.
Como si en cada piñazo, en cada patada, en cada llave, estos dos se jugaran, el destino de los hombres.