La muerte de Mamá generó en mí sentimientos encontrados y una inmensa sensación de culpa. Tenía 13 años y las hormonas de la adolescencia confrontaban mis afectos en una mezcla de amor y odio hacia ella. La amé mucho, pero admito que su partida me regaló la paz que hasta entonces desconocía.
Tras una vida muy difícil, Mamá cargaba una mochila de conflictos y complejos que compartió con nosotros desde que nacimos. Su historia plagada de sufrimiento inició con una infancia miserable en Haití, el abandono familiar, una fuga como polizonte y la vida de inmigrante que comenzó desde la indigencia. Al final supo sortear los escollos, pero su alma quedó impregnada con cicatrices imborrables.
Siempre quiso protegernos, pero la obsesión por nuestro futuro convirtió su amor de Madre en una mutación irreversible. Era Mister Hyde sin esperanza alguna de retornar a su forma original. No nos permitía ni un ápice de mediocridad, exigía perfección a toda costa. Especialmente a mí, el hermano mayor obligado a garantizar el futuro de todos. Me castigaba si mi calificación no era la máxima, si no llegaba de primero, si no era el mejor… Y tuve poco tino evitando castigos.
Antes de morir, me llamó para abarrotarme de órdenes: “Tienes que velar por tus hermanos”, “No me falles”, “Ahora eres el responsable”... fue el resumen de su monólogo. No hubo un te quiero o un confío en ti. Se que lo sentía, pero siendo Mamá una mujer tan práctica, quiso ser precisa evitando que la muerte se la llevara sin darme el mensaje.
Pero fracasé. Mi hermano terminó en prisión por líos de drogas. Mi hermanita malvive en un suburbio con un marido que combina con su miseria. Mi carácter amargado me otorgó los cuernos de mi mujer y el total desprecio de mis hijos. No resistí tanta carga y ahora soy un viejo enfermo que trabaja a destajo en una fundición de aluminio que poco a poco se va comiendo mis pulmones.
Hoy he tenido una crisis, respiro con dificultad y se agotó mi inhalador. Tirado en esta habitación no siento apuro por rescatar la vida que se me hace prescindible. Si Mamá me viera ahora seguramente lo haría con desprecio, por fallar en cada una de sus encomiendas. Resido a 180 grados del éxito, rodeado de la mediocridad que ella tanto combatía.
No se si exista el cielo y el infierno, pero si pudiera escogería ir al lugar donde ella no esté, porque más que la muerte misma me aterra la idea de confrontarla.
El aire me falta, ya casi no respiro y comienzo a marearme. Me pesan los ojos. Entre tanta noche comienza a emerger una luz limpia y blanca a la que me acerco involuntariamente, como la luz al final de un túnel. De ella emerge una silueta bajita y de cabello espeso justo frente a mí. Antes de identificar su rostro, reconozco sus manos apretadas que se encuentran con mi cara en una estruendosa bofetada.
No cabe duda, he llegado a su encuentro.
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