Cuántas veces quisiera el alma perderse, entre los espacios inconvexos de los infiernos infinitos, cuántas veces se reencarnaría, para poder morir de otra cosa, cuántas veces sufriría su último suspiro del melancólico adiós. Se decía el viejo hombre deshauciado, cabisbajo y meditabundo, sabiendo que le quedaba pocos días de pertenecer a esta pobredumbre tierra de apocalíptico final.
Serían sus últimos respiros, sus últimos gritos de dolor ausente, sus últimos asiagos desesperados de aferrarse a la vida, sus últimos suspiros de esperanzarse en la inmortalidad, y que envanamente sabía que aglutinaba cada vez más su débil cerebro.
Sus únicos doctores, su perro de ocho años por cuatro, y su gato negro opaco, que le presagiaba su triste final; lamíanle los dos, su pálida mano y su triste rostro, aduciéndole solo y única resignación.

Su arrugada voz, exclamaba llanto, mostraba dolor, pedía auxilios de impotencia, y solo los aullidos lacrimógenos, terminaban aquella vana asaña de supervivencia. Solo le quedaba el grito ausente de su negro y desausiado corazón, carcomido por la soledad, y por las miles esperanzas que juntó, bajo su viejo abrigo de media noche.

Lánguidamente le quedaba esperar tal hecho, se moría como un verdadero moribundo, su incurable vida terminaba en la más pestilente soledad. Y sin un pan que comer, ni un vaso de agua que beber, esperaba su negra muerte esperada, entre charcos de desgano y el húmedo ambiente de difunto.

Se le cuarteaba los morados labios de angustia, sus manos temblaban de puro miedo, sus únicos dientes amarillentos rosaban sus plomas encillas calcinados por el alguna vez alcohol saboreado, los ojos le brillaban por última vez, su frente surcada de cada látigo misarable de la vida que tragino errantemente. Él se despedía del mísero mundo que tan mal lo había tratado, que tan mal le había pagado, desde que su desconocida madre lo abandonó en un lejano basural.

Tirado entre cartones viejos enmohecidos, un plato de plástico amamrillento con rasgos secos de su última comida, una vieja taza despostillada al otro costado, y que su gato lamía. Lo insinificante que defecaba, estaba a pocos centimetros de él, su viejo pantalón rasgado de uso, mostraba las huellas de su incontinencia urinaria, los viejos zapatos que dejó de chancletear, abandonados aun lado, mostrando los negruzcos pies, agrietados por los infinitos caminos que pudo ir, en busca de vida.

Entre tantos pesares, y los cuatro últimos días que fueron fugaces, el viejo derrama sus últimas lágrimas, que arrastrándoce por tu ario rostro, no llega ni siquiera a sus labios resecos. Abraza a sus dos compañías y se deja morir, entre cantos de animal, se vence, se mata, se deja morir para siempre: sus amigos en compación, siguen el infortunio deseso de su dueño, de su amo, de su amigo de toda la vida.




............................................................Gabo...