- “En guardia”, aúlla el sargento. Treinta antimotines como un solo hombre en víspera de circunstancias, sacuden el tinto de la mañana, bajan las viseras, aprietan las correas de los cascos y levantan los escudos a la altura de los ojos. Adelante jinetes en sus caballos, al mando de un cabo gordo, colorado y barrigón, siete agentes tensan bridas y alerta esperan el momento de la acometida bestial.
Los vendedores ambulantes, cuerpo acéfalo como el fraile de la cueva, en apretado grupo y sin otro aliento que el que otorga la angustia del rebusque, abrazados en precario gancho, se disponen a hacerse sentir tercera abajo, a gritar carajo, que en ello se les va la vida, que son cabeza de hogar, padres de familia, mujeres abandonadas, huérfanos del destino y del gobierno y otras caras razones entre madrazos y bandeos, guiados por el puro instinto y sin otro argumento que el que otorga la necesidad, que como todos saben tiene cara de perro.
El grupo avanza compacto, merma el paso, la decisión oscila entre la ira y el miedo, los curiosos y ladrones de ocasión observan expectantes, prestos a la fuga y a ver que queda mal puesto; los dueños de las tiendas bajan aprisa persianas, cierran puertas y ventanas, perciben temblorosos la inminencia de la trifulca, solo el tipo de los helados está sereno, frota sus manos y sonríe y se ríe.
El sudor resbala entre la cara y el casco de los agentes, sienten el miedo en las costillas, al cruzar sus miradas temen que se les note y muerden duro. “yo no me arrugo” piensan.
Gritos y palomas vuelan en el espacio, en la calle un paso y va otro más, centímetro a centímetro, pisando con fuerza, lastimando el concreto el grupo avanza y con él Eugenio Díaz, cada metro su recuerdo evoca una niñez humilde, sin afanes, pobre pero feliz, una casa vieja, la comida en la mesa, una vida en paz, la escuelita con la bandera deshilachada por el paso del abandono en la dulce Coyaima indiana, hasta que la violencia penetró a tiros la vida de sus padres inmiscuyendo su existencia, arrancando las felicidades y señalando para siempre su destino de fugitivo permanente.
Vacila un momento, vuelve a recordar: Natagaima, la humillación en el pabellón de la carne, los días de hambre, las noches de frío, las madrugadas en las que lo sorprendió el sol de ese llano inmenso sin dormir y aquella en especial en la que el señor de las cadenas de oro y la toyota morada le dijo que se fuera y que tenía un día para hacerlo.
A Ibagué lo trajo un sueño y toda la plata que tenía a sus dieciséis mal contados años y desde hace dos años no ha dejado de huir, huir y huirle a la policía, sin perder la mercancía y evitar el decomiso, “todo un arte caballero”.
Ve un niño con una pelota y recuerda su infancia, su tranquilidad robada por algo que el no conocía, una vida no elegida, el destino que le toca vivir, la memoria quema el alma y cae en cuenta que su vida ha sido un juego eterno de “corre que te alcanzo”. Decide no escapar, no puede permitir que sigan persiguiéndolo, el no puede huir más, se acabó.
Mira a su alrededor, los comerciantes, a media cuadra la policía, la estatua del parque Santa Librada le ha enseñado a mirar al cielo ante la contrariedad; de alguna manera el monumento le ha enseñado a trabajar sin pedir, a creer en el. Mete las manos en los bolsillos y las piedras que guardó para la ocasión le trasmiten algo de valentía.
Al amparo de los escudos el cuerpo policial espera la acometida, el jinete colorado, ve llegado el momento, desenvaina la macana y con estirada e imperiosa posición de esgrima cual general salvando patrias grita: ¡¡¡¡A la caaargaaaa!!!!!
Fue un silencio frío, el momento llega con los caballos a trote largo; Eugenio manda las manos a los bolsillos y desenfunda dos piedras, no tarda un segundo en comprender que había quedado solo, “otra vez solo, que vaina”, los demás corren al sálvese quien pueda, pero la guerra ya no es contra las circunstancias, el combate tenía que ser contra el mismo. Eugenio ya tiene la mano cargada y la piedra libertaria vuela como golondrina lanzada con toda la fuerza y aquí va la segunda, alza el brazo y el tiempo se detiene.
La calle iluminada, el sol del mediodía, los transeúntes despistados, las personas que corren, todo despacio, muy extraño. Eugenio no pudo lanzar la piedra, no reparó que atrás desde un comienzo advertida la decisión del muchacho, se habían colocado dos personas de gorra negra y comprendió su error al sentir el primer garrotazo en la cabeza. Tuvo la oportunidad de darse a la fuga, pero no era el caso, tenía que enfrentar lo propuesto, no podía seguir huyendo hasta el final de los tiempos, dio dura batalla a los agentes de civil, y llegaron los uniformados y forcejeaba y peleaba y gritaba, inmune a los bolillazos y patadas de los veintiséis capturadores. No se enteró que la gente admirada clamaba misericordia, por cuanto el garrote, el cansancio, la rabia y el frío invocaron la inconciencia para que acudiera en su auxilio.
Al despertar en los calabozos de la permanente no dijo nada, en la celda pequeña atiborrada de gente, óxido y bichos, se sintió desdichado y muy adolorido, pero no dijo nada. Se sintió en paz consigo mismo, de ahora en adelante ya no tendría miedo.
Que no reclame el gobierno temperancia ante el hambre, cuando está en la imposibilidad irresponsable de otorgar empleo, menos aún espere que en silencio la gente deje consumir su vida en la miseria.
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