La ciudad de hierro cubre historias; y en una de ellas, se encuentra Daniela en el barrio la conocen con “Morena”. Tiene apenas doce años. Su cabello reposa por debajo de sus hombros. Su rostro es bello, pero sus ojos están hundidos y tristes. Su cuerpo es delgado, no pesa más de 35 kilos, ya que no come y casi no respira. A ella no le agrada el oxígeno, prefiere el aroma dulce del thiner que sale de su “mona” o el resistol que almacena en una vieja bolsa de Aurrera.
Su casa no es muy visitada, ya que se encuentra en el fondo del dolor. Por las noches se cubre con su única cobija, el firmamento. Su techo, apenas es iluminado por la escasa luz de luna.
Ella es solitaria, aunque para algunos ella es muda. A ella le gusta caminar mientras muere. No hay día en el que se le olvide pedir un par de monedas, sin embargo, a nadie le importa, nadie la ve. Se ha convertido en un fantasma, una sombra vagando por la ciudad. No tiene amigos, no confía en nada ni en nadie. Sus únicos confidentes: La droga y el alcohol.
Durante el día, Daniela duerme, se siente más segura. Así que de noche vaga entre calles frías y oscuras, entre escaparates grises. Anda en medio de violadores y ladrones. Siempre corre, intenta fugarse de aquellos ojos de lobo, que siempre aúllan en medio de la eternidad.
Daniela no quiere hablar de sus padres. A ella no le importa eso. Su madre no la abraza, no tiene tiempo. Sólo le importa su trabajo en el cabaret. Y a su padre, el no tiene vida para nadie. Su mejor pasatiempo se encuentra, en aquella cantina de focos rojos.
La Morena encuentra refugio y se esconde siempre en el mismo lugar. Siempre está en el fondo de aquél callejón. Ahí, olvida que su vida está colgada de un trapecio sin red. Ahí se aferra a no olvidar que sólo es un ángel callejero atrapado en la selva de acero.
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