PENSIÒN AMOR
No que yo diga que fuera éste o aquél, el Gordo o el Melgar o el Taladro Serea; la flaca Lisandra o el colorado Novelli. Ni siquiera que el flaco Fernández o la rubia Mabel. No. Y, además, ¿por qué habría de ser el Taladro? El Taladro Serea era violinista, no poeta. Pero de lo que sí ya no hay duda es que fue alguno de ellos. Supongo que el que fuera debió de haber estado chupado, con la materia gris entreverada, o por lo menos embriagado por la felicidad en el momento mismo de soltarnos tamaña ocurrencia. Porque darle por nombre, llamar repentinamente a nuestro modesto hospedaje de estudiantes nada menos que Pensión Amor, no era sólo un apunte genial, o brillante, sino la expresión audaz y temeraria de alguien que de pronto se ha sentido arrebatado por una alegre nostalgia premonitoria, por el adelanto delicioso de un grato recuerdo que aún no comienza, y que, sin embargo, ahí está con nombre propio, precipitado y dichoso sobre uno; una ofrenda en verdad muy acertada para los esquivos perfiles de la palabra amor, que empezábamos por entonces a descubrir. Todavía hoy, me quito reverente el sombrero ante el anónimo repentista, ante el fabulador incógnito, ante la estafeta de requiebros y componedor de imágenes perfectas, estampillador de instantes memorables. ¡Cómo no! Y te lo repito, aunque no hubiese sido uno de ellos, como me lo han querido hacer creer, poco me importa, si se tiene en cuenta que recoger en esas dos palabras—tan contrapuestas entre sí por los elementos poco comunes que se ofrecen para un legítimo apareo—, una expresión así de pareja y conmovedora en su ordinariez y ternura, de tan precisa eternidad y tan largo instante, no deja de ser el gesto más solidario que pueda idear la locura de un joven enamorado de su propia humilde pensión de estudiante.
Pero es que, si alcanzas a recordar en detalle, Gordo, ¿cómo era la casa? A cuadra y media de El Cisne, en donde me esperaba siempre Melgar para ayudarme en las tareas, sobre todo el francés, ¡bendita sea! Allí se levantaba su verdiblanca fachada que si no hubiese sido por su vetusta construcciòn y también por lo salido que estaba sobre la calle, nadie hubiese podido recordar aquel curioso caserón que se metía con sus tres pisos y sus innumerables secretos hasta bien adentro de la manzana, casi hasta tocar la sexta. Tres plantas, sí, acordate: la de arriba, misterioso e inhabitable zarzo atiborrado de trastos y arcanos apacibles entre el polvo del tiempo; la de abajo, todo zócalo y túneles por los que se llegaba a un enorme patio interior enmalezado tal vez por azucenas y begonias revueltas y olvidadas, y que, digo yo con duda, podían ser tales, no porque esté falto de memoria sino porque entonces poco nos preocupábamos por averiguar el nombre de las flores y de los perfumes, absortos como estábamos a la acechanza de las fragancias, y a la conquista de los brazos apretados y los suspiros sueltos. Y la del medio, la segunda planta, ¡ah! No la podés olvidar, ¡qué nota de vividero! Un espacio que ensordecimos con los contagiosos zumbidos del amor y de la música, tú y yo, a partir del momento aquel en que nos dejamos llevar emocionados por un letrero enigmático para nuestra bisoñería, pero afanoso y preciso en insinuaciones excitantes.
Copyright ©: Carlos Josè Dìaz Amestoy
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