Hay sujetos a los que la soledad cada cierto tiempo les hace olvidar su condición humana. Eso ocurre cuando ya se ha aquietado incluso la nostalgia del habla y se pone en marcha un mecanismo de sobrevivencia inconsciente, más que nada cercano a la costumbre, en el que lo único que importa es amanecer vivo y volver a sentir el sol tenue en la piel a la mañana siguiente. Es cuando la soledad es tal que las preocupaciones estéticas simplemente se desvanecen y las vestimentas y todos los objetos se ven nuevamente reducidos tras largos siglos de evolución conceptual a su mera condición original de herramientas, herramientas para apaciguar el hambre, la sed, el frío y el sueño, un estado donde todo lo demás deja de tener sentido. Los colores y otras sensaciones químicas y físicas del ambiente se van cargando de contenidos emocionales irracionales, aprendes a identificar el peligro mediante una racionalidad involuntaria, adivinándolo en la selva, en las piedras, en el vuelo de los pájaros y zumbido de los insectos. Si se tiene la suerte de ser un hombre solo en un ambiente hospitalario, también puedes abandonarte a existir con una simpleza aterradora y dulce, el aburrimiento se esfuma y su lugar es tomado por sopores y estados de alerta alternados. Cuando la soledad es tal que vuelves a ser un animal con seguridad las dudas de tu espíritu se calman y la angustia muere.

Ese nunca fue mi caso…