La encontramos y tenía las alas rotas, su sangre era la lluvia más pura de la tierra y se despertaba cada vez que escuchaba mi susurro frío, le corría por la frente un sudor que espantaba y los ojos se le abrían como intentando salir. Besé las plumas como si estuvieran vivas, y las hice volar. Pero fue el viento, y ella sonrió. La miré, le sonreí, la lloré, la insulté, la sufrí. Otra vez cayó y otro ala se me disolvió en los dedos, y luego fue ceniza y por fin se incorporó cómoda al viento, como la primera, y una a una todas fueron escapándose de mis peligrosas manos. Ella cerró los ojos titubeantes y fríos, me besó la punta de los dedos y poco a poco me los fue congelando. Dos, tres, veinte segundos, pequeñas eternidades, esbozó un gesto indescifrable. Quiso quererme, quiso en verdad quererme, lo quiso con los huesos, con todos los músculos de su carita blanca, con todos los elementos metafísicos que alguien inventó. Pero se disolvió ella también con sus alas, y con la niebla, y con el viento. Y con ella. Y fue libertad. |